El 14 de septiembre de 1889, festividad de Santa Cruz, vecinas y vecinos del barrio de Ariatza (Muxika) acudieron a misa. Tras la ceremonia, tal y como era costumbre, los jóvenes del barrio bailaron el aurresku. Solía haber cierta rivalidad entre ellos: por ser quien bailara mejor, quien alzara la pierna más alto… En aquel entonces, la presencia de pellejos de vino en lugares de culto se consideraba poco menos que una herejía, y la plazoleta, justo delante de la iglesia, era tan sagrada como el interior. Se percataron los aurreskularis que, mientras ellos bailaban, quienes iban a por vino no volvían a la plaza, y que los mejores danzantes perdían toda posibilidad de compartir un trago con el resto. Para solventar la cuestión, se le pidió al alcalde que autorizara el traslado del pellejo frente a la iglesia, pero el susodicho dijo que no. Dispuestos a lo que fuera, rodearon su casa, impidiendo que la abandonara, hasta que finalmente consintió. En adelante, pudieron disponer de tan preciado odre junto a la iglesia, desde la víspera de Santa Cruz hasta el domingo siguiente.