Con la llegada del verano se celebran fiestas en todos los rincones de nuestra geografía. En esta época no sólo se celebran las fiestas patronales de pueblos y ciudades, sino que también se celebran numerosas fiestas en las ermitas de los barrios. En Bizkaia hay alrededor de 800 ermitas clasificadas. Es cierto que no se conservan todas las que hubo en su día, y en otras muchas las celebraciones han variado considerablemente. En 459 ermitas se mantienen las celebraciones eclesiásticas, 30 están deterioradas, otras 7 se destinan a tareas civiles, y el resto han desaparecido. Durante el siglo pasado la sociedad vivió profundos cambios y transformaciones que obligaron a las propias ermitas a adaptarse a las nuevas necesidades de la sociedad.
En franca oposición a las labores de trabajo encontramos el ocio y la fiesta. Cualquier calendario festivo está plagado de celebraciones que se agrupan alrededor de los ámbitos público y privado, conformando una mezcla de elementos del pasado y de nuevo cuño.
El otoño, estación y ciclo, inicia su andadura con algo tan incrustado en el santoral como el día de San Miguel: Artzentales y Sestao, entre otros y, dando paso a noviembre, el cual viene precedido de Halloween: importado sí, pero no debemos olvidar que el vaciado de calabazas con el fin de atemorizar a los vecinos ya existía antaño. Los días de Todos los Santos y Difuntos, familiares y amistades se acercan a los cementerios, materializando la “tradición” no autóctona de portar y depositar flores y coronas en las tumbas.
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El 14 de septiembre de 1889, festividad de Santa Cruz, vecinas y vecinos del barrio de Ariatza (Muxika) acudieron a misa. Tras la ceremonia, tal y como era costumbre, los jóvenes del barrio bailaron el aurresku. Solía haber cierta rivalidad entre ellos: por ser quien bailara mejor, quien alzara la pierna más alto… En aquel entonces, la presencia de pellejos de vino en lugares de culto se consideraba poco menos que una herejía, y la plazoleta, justo delante de la iglesia, era tan sagrada como el interior. Se percataron los aurreskularis que, mientras ellos bailaban, quienes iban a por vino no volvían a la plaza, y que los mejores danzantes perdían toda posibilidad de compartir un trago con el resto. Para solventar la cuestión, se le pidió al alcalde que autorizara el traslado del pellejo frente a la iglesia, pero el susodicho dijo que no. Dispuestos a lo que fuera, rodearon su casa, impidiendo que la abandonara, hasta que finalmente consintió. En adelante, pudieron disponer de tan preciado odre junto a la iglesia, desde la víspera de Santa Cruz hasta el domingo siguiente.