La agricultura y la ganadería intensivas e industriales alimentan hoy en día a la parte más selecta de la humanidad, es decir, a la minoría que se ha permitido el lujo de dar la espalda al mundo rural, salvo para realizar alguna actividad deportiva o de ocio o bien levantar una segunda residencia, y que además ha decidido ‘tragar con lo que le echen’, así, literalmente. Ambas se han convertido en emprendimientos empresariales que producen materias primas más que alimentos a partir de las cuales se elaboran por complejos procesos industriales productos procesados que bien por tradición o por un mero eufemismo reciben el nombre de comida y que se ofrecen en un abigarrado despliegue visual en los lineales de los supermercados. Dichas actuaciones agropecuarias son consumidoras de grandes insumos energéticos e importantes contribuyentes al cambio climático por su elevada producción de gases de efecto invernadero.
Frente a esta moderna actividad productora y su cada vez más sofisticada tecnología, encontramos a la agricultura y ganadería tradicionales, que alimentan a la mayoría de la población por viejos procedimientos (hoy considerados obsoletos) que suelen ser tan invisibles para la modernidad como quienes los ponen en práctica o se nutren con los alimentos que gracias a ellos se obtienen.
En respuesta al acuciante cambio climático y en una huida hacia adelante tan característica de nuestra civilización, se está desarrollando un nuevo concepto: la agricultura climáticamente inteligente.
Ante tanta modernidad, en el último tomo del Atlas Etnográfico de Vasconia se puede encontrar una antiquísima práctica llevada a cabo cuando se desbrozaba un terreno para cultivarlo por primera vez o se cortaba la vegetación espontánea que lo había cubierto a fin de poder labrarlo. Guardaba similitudes con la práctica de la elaboración de carbón vegetal. Consistía en amontonar los restos vegetales a eliminar formando pilas y cubrirlas con tepes y tierra. Después se le daba fuego de tal modo que la combustión fuese muy lenta. En tales condiciones más que una combustión en la que el carbono de los vegetales se oxidase completamente formando dióxido de carbono y quedando solo cenizas, se producía un proceso de carbonización en el que una buena parte de dicho carbono no se volatilizaba por lo que servía como nutriente para la tierra, reduciendo así la emisión de este gas que tan nocivo es para la estabilidad del clima.
Comprobamos así cómo personas ‘atrasadas’ desde nuestra perspectiva actual desarrollaron técnicas que no dañaban la Naturaleza y que además eran compatibles con sus intereses, ya que convertían unos restos aparentemente inservibles en fertilizante, y todo ello sin tanta I+D+i.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Para más información puede consultarse el tomo dedicado a Agricultura del Atlas Etnográfico de Vasconia.