Dicen que aburrirse es bueno, que nuestro cerebro lo agradece porque nos permite reflexionar, organizar nuestras ideas o reconectar con nuestras verdaderas necesidades.
Será cierto, pues, que aburrirse es bueno. Pero, desde el punto de vista cultural, lo verdaderamente interesante es la otra cara de la moneda, esto es, el entretenimiento con el que burlamos el aburrimiento. Seguramente, además de a la pura necesidad, debamos al tedio provocado por largas horas de lluvia, de oscuridad invernal o de supervisión de mansos rebaños, por citar solo unos ejemplos, las más bellas muestras de artesanía tradicional en todos los materiales (textil, madera, metal, cuero, piedra, fibra vegetal, etc.) que han acompañado a los ámbitos profesionales y domésticos durante generaciones. Sin olvidar, por supuesto, otros ejemplos de creatividad vinculados a la oralidad, la música o la danza, en los que no necesariamente intervenían elementos tangibles.
Los juegos tradicionales combinan tanto los aspectos materiales como los inmateriales y contrasta la relativa simpleza de los elementos más evidentes (una pelota, unos palos, unas líneas marcadas en el suelo o en la pared, etc.) con la variedad y complejidad de las normas que lo envuelven. Es así como lo que antaño se consideraban simples juegos de carácter rural han derivado en deportes con elaborados reglamentos, como sucede con las múltiples modalidades de pelota o de Herri Kirolak, por ejemplo.
Es también lo que encontramos en lo que genéricamente se denomina “juego de bolos”, muy presente en el territorio alavés. La regla fundamental consiste en derribar mediante el lanzamiento de una pieza esférica de madera (bola) el mayor número de piezas de madera posible (bolos) situadas de una manera específica en un espacio denominado bolera, bolatoki o juego de bolos. A partir de este principio básico, cada una de las diferentes modalidades (Alavesa, Salinero, Calva, Palma, Toka, Tres Tablones, Hirutxirlo…) adopta su reglamento en cuanto a dimensiones, peso, número de piezas, sistemas de puntuación, penalizaciones, etc.
Hoy en día no todas las boleras de los pueblos alaveses se mantienen y no todas las que lo hacen son escenario frecuente de tiradas. La escasez poblacional, la competencia de otras disciplinas deportivas aparentemente más sofisticadas y mediáticas, las normativas que restringen las edades de acceso, etc. dificultan seriamente la continuidad de un elemento con un gran valor identitario, por varias razones: su estrecha vinculación a otros elementos patrimoniales, tanto arquitectónicos como inmateriales (desde el auzolan para acondicionar boleras hasta la comensalidad, pasando por la oralidad); la transmisión intergeneracional; o la creación, más allá de rivalidades endémicas, de un sentimiento de pertenencia a una comunidad, son solo algunas de ellas.
Sigue habiendo algo atávico en el sonido de la bola rodando por la tabla o saliéndose de ella, de las maderas que chocan, del bolo que cae, de la gente que murmura o aplaude tras una tirada. Algo que nos conecta en el presente mientras nos vincula al pasado y nos emplaza al futuro. Por esa razón, en este primer cuarto del siglo XXI, la celebración de torneos como el Interpueblos, la inclusión de partidas en determinadas romerías o la programación de exhibiciones en fiestas para dar a conocer la variedad local sigue movilizando a un público fiel. Y eso es algo tan meritorio como necesario para que elementos tan propios de nuestra cultura propia no acaben siendo también arrollados por la aparentemente todopoderosa (y, a la postre, aburrida) pelota de la globalización.
Beatriz Gallego – Labrit Patrimonio