“Con mucha razón se ha dicho que todo establecimiento humano es la amalgama de un poco de humanidad, de un poco de suelo y de un poco de agua”. Es una observación, hecha en su día por Barandiaran, que no por elemental está de más recordar.
La proximidad a ríos o manantiales era un factor geográfico de poblamiento importante que condicionaba la localización de las casas rurales. Algunas casas tenían su propio pozo, aljibe o depósito de agua; otras lo compartían con las casas vecinas. Era común que a la fuente del vecindario la acompañara un abrevadero para el ganado y un lavadero donde se hacía la colada. Y en núcleos de población más densos se contaba con fuentes urbanas, amén de aguadores y aguadoras que tenían por oficio vender agua a domicilio.
El agua de la fuente (iturriko ura) era la bebida que más comúnmente se tomaba en las ingestas familiares ordinarias. El aprecio por el agua recién traída del manantial o de la fuente era una constante en las estimaciones populares de antaño. En cada paraje había además determinados manantiales o fuentes locales cuyas aguas eran especialmente preciadas. Destacaban el agua ferruginosa (metal-ura, burdin-ura o ur gorria) y el agua sulfurosa (uratsa o urhatsa), esta última de uso medicinal.
El acarreo de agua desde la fuente era una tarea diaria obligada en la que también solía participar la chavalería de la casa. Los recipientes utilizados para tal fin eran la herrada (edarrea o ferreta), el cántaro (pegarra), el botijo (potiza), la cantina (kantina)…
La fuente del barrio o del pueblo era un lugar de reunión, poco menos que un centro social, igual que lo eran la plaza, el bar o el pórtico de la iglesia. Tanto la visita a la fuente como el trayecto de ida y vuelta eran ocasiones propicias para el encuentro entre jóvenes. Y es que si nuestras fuentes y sus alrededores hablaran darían cuenta de innumerables galanteos.
Fue costumbre, en tiempos remotos, introducir en el agua que se traía de la fuente al anochecer el extremo encendido de un tizón que ardiera en el hogar. Cuenta Barandiaran que dicha práctica purificadora obedecía a la antigua creencia de que las aguas exteriores a la casa estaban durante la noche bajo el dominio de genios o espíritus malignos.
En suma, el que al abrir el grifo de casa corra a raudales el agua fue ciertamente de los cambios más profundos en la calidad de vida que nuestra sociedad experimentó en el pasado siglo XX.
Jaione Bilbao – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Para más información pueden consultarse: José Miguel de Barandiaran. “Diccionario ilustrado de mitología vasca” y “Los establecimientos humanos en el Pirineo vasco” en Obras completas, tomos I y V, Bilbao, 1972 y 1974 respectivamente; así como el Atlas Etnográfico de Vasconia.
El agua era un producto esencial, acarreada desde el pozo o la fuente por mujeres y niños. La «ferreta» que llevaban las mujeres de la casa sobre la cabeza fue ya desapareciendo en mi infancia, pero existía aún. El agua calentada en un caldero se utilizaba para lavar los platos y luego para lavarse los pies; el orden del pasaje estaba en mi casa inmutable: mi padre, mi madre y luego los hijos, por orden de edad. Se afirmaba que el agua con grasa de los platos protegía los pies en invierno. Finalmente, esta agua se vertía en el caldero de los cerdos con los alimentos sobrantes que los cerdos reciclaban. En 1963, cuando llegó el agua al grifo, quisimos instalar los aseos en la casa y mi padre se cabreó: “¿estas porquerías en la casa? Nunca”[1]. En las cabañas de montaña (olha), la tarea del agua estaba ritualizada. La palabra «benedicamus» tenía que ser pronunciada a la llegada para no volver a buscar agua limpia en vez de «ur zikina» tirada al suelo por los compañeros. De ahí la hermosa leyenda del joven ignorante y del consejo de un viejo pastor que lo veía salir llorando a buscar agua por tercera vez: “orine en el cubo y diga «benedicamus» al entrar en la cabaña”. Su torturador bebe esta agua diciendo: «esta vez sí que está limpia»[2].
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[1] P. Etchegoyhen Mémoires Souletines Tome 1 Elkar 2011
[2] P. Etchegoyhen Mémoires Souletines Tome 2 Elkar 2012
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