La representación de la cruz, como elemento significativo de la Pasión de Jesucristo, está ampliamente presente en la órbita de la religión cristiana y su simbología tradicional (signo protector de comunidades, unidades familiares convivientes, personas, animales o pertenecías) se ve reflejada en devotas tallas artísticas del interior de los centros de culto, en las cabeceras de las camas o custodiando el lecho del descanso eterno. Se establece pintada en puertas y ventanas, elaborada o formada por distintas especies vegetales o de forma emblemática, es realizada como gesto destacado del cristianismo.
Es evidente la presencia del crucifijo de modo permanente en todo el proceso cíclico y anual de la liturgia católica y a lo largo del secular devenir festivo. Éste último, viene marcado también por espacios temporales que presentan diferentes significados: alegría de las Navidades, regocijo desbordado por Carnavales, recogimiento cuaresmal, tristeza penitencial en Semana Santa o satisfacción colectiva veraniega. Pero es de reseñar que entre la festividad de la Santa Cruz (3 de mayo) y la Exaltación de la Santa Cruz (14 de setiembre), se establece un largo periodo singular con abundantes ritos primaverales de protección, celebraciones romeras de primavera o verano y la traslación de advocaciones marianas o santos de sus respectivas ubicaciones en ermitas circundantes a la iglesia matriz de la correspondiente localidad.
Si, por ejemplo, el periodo que va de San Marcos (25 de abril) a la otoñal fiesta de San Miguel (29 de setiembre) ha sido el tiempo de trashumancia a los pastos de montaña del ganado y sus pastores. El espacio temporal entre ambas cruces, se ha caracterizado por la necesidad de protección de los cultivos y el uso de eficaces imágenes veneradas del entorno local, que llevadas al núcleo urbano en procesión trataran de conjurar las posibles adversidades o las temidas plagas que suelen acaecer con sus consecuencias más desastrosas en este periodo entre el florecimiento primaveral y la época estival. Práctica muy habitual en las localidades que componen la Rioja alavesa, modelos claros son las celebraciones de la Virgen de la Bercinjana en Yécora y el cambio puntual de la Virgen de La Plaza de su ermita a la parroquia de Elciego, donde los danzantes custodian y bailan sus clásicas danzas.
Casos similares se encuentran diseminados en la Rioja o en la vizcaína anteiglesia de Garai, durante las festividades de Santiago y Santa Ana (25 y 26 de julio, respectivamente). En estas ocasiones, en el caso de los santos, la picaresca popular atribuye una cierta connivencia en sus estancias nocturnas bajo el mismo techo. Por otro lado, en la celebración de mayo se prodigan la elevación de totémicos árboles protectores (San Vicente de Arana, Cintruénigo, Sakana, etc.), bendición de cruces, la exposición o mudanza de cruces emblemáticas (Legazpia) en época primaveral y en la veraniega Exaltación, se vuelve a repetir algunos de los citados rituales: alzado de árboles en fiestas patronales (Elbetea) y sobre todo, las citadas o manidas traslaciones de regreso de las imágenes religiosas.
Muchas creencias y razones han influido en dichos desplazamientos o traslados puntuales, periódicos o definitivos desde la localización de sus respectivas ermitas o iglesias de adoración y si procede, a su devolución al punto de origen. Como se ha indicado, tratando siempre de paliar, con esta singular práctica, las cuestiones que influyen en la subsistencia comunitaria y a su vez, estableciendo o delimitando el espacio geográfico o el término de demarcación de su efectividad en la colectividad de origen.
Josu Larrinaga Zugadi – Sociólogo