Apuntes de etnografía

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El ritmo cotidiano de las campanas. Autor: Josu Larrinaga Zugadi.

Las campanas u otros elementos sonoros subsidiarios y su repique han marcado tradicionalmente los momentos del día (horas canónicas u horas astrales), situaciones de celebración históricas o hechos puntuales acontecidos, noticias acaecidas o posibles peligros inminentes. Ocurriendo esto, durante siglos, tanto en las colectividades civiles como en las comunidades religiosas.

De este modo, en las localidades cacereñas del valle del Jerte o las Hurdes y en las salamantinas de la Sierra de Francia (La Alberca o Mogarraz), existe un ritual diario que al crepúsculo se repite y se conoce como el toque de ánimas. Consiste en un recorrido al atardecer que realiza una mujer (moza de ánimas) al son de una esquila bajando por la calle Real, va sin hablar o saludar a nadie y no se para en su recorrido, recitando o murmurando una oración por las almas del Purgatorio, dejando de tocar en las cruces de caminos o plazas; y las gentes se descubren o santiguan a su paso. Y su origen se asocia a la Cofradía de Ánimas establecida hacia el siglo XVI, tan extendida en toda la Península.

No existe un paragón de este ritual en nuestro entorno geográfico, salvo la retahíla nocturna de los monjes Cartujos (¡Morir tenemos! ¡Ya lo sabemos!), los consabidos toques “a muerte” de las campanas, el anunciar del devenir del viático o el recuerdo en cementerios y jaculatorias que la muerte (heriotza o balbea) es ineludible y afecta a todo ser vivo por igual.

Autor: Josu Larrinaga Zugadi.

Pero las campanillas (txilinak) de iglesia, acompañadas de reliquias varias, las podemos constatar en algunos cantos navideños de Marijesiak o Abenduko koplak, devotas y madrugadoras “Auroras” festivas y en las cuestaciones de Santa Águeda. Marcando el ritmo de los diversos cantos y acompasado al unísono ritmo de los palos portados en las manos. En épocas anteriores, solía recorrer los pueblos una persona que portaba el llamado “cencerro de San Antonio”, el cual era llenado de agua y servía para bendecir el líquido elemento, el ganado, huertas y piezas labradas. El sosiego de la noche que magnifica los ruidos metálicos de “la procesión del Silencio” el Viernes Santo (las tubas orduñesas, el ruido del arrastre de cadenas de los medievales penitentes o flagelantes, etc.) y en Lapurdi, las cruces procesionales adornadas con su singular tintineo de infinidad de sonoras campanillas.

Campanillas utilizadas como elementos de aviso o atención a los mortales de que esta vida terrenal es efímera, señalando en la consagración el alzamiento de la sagrada forma en las misas y anunciando a los grupos de cantores que visitan en diversas festividades las moradas de sus vecinos. Asociando la “caridad” para las personas vivas y las “ofrendas” (alimentos y luces) o rezos responsorios dedicados al tránsito de los finados.

Cuenta una leyenda extendida en el territorio de Bizkaia que, durante los Carnavales, una cuadrilla de enmascarados, ante el sonido de la melancólica campanilla del cortejo que iba a administrar la extremaunción, no reaccionó descubriéndose o cesando su jolgorio hasta el último instante y uno de ellos siguió con la careta puesta y es vox populi que se le quedo pegada en la cara de por vida.

En la actualidad ese sonido de campanillas ha languidecido y en su lugar, en estas ventosas fechas y últimas décadas, celebramos anodinos festejos globalizantes como Halloween o sus sucedáneos en “Arimen Eguna” o “Gau Beltza” que van recreando un improvisado e interesado escenario festivo, acorde al gusto estético y lúdico de la sociedad actual.

Josu Larrinaga Zugadi – Sociólogo

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