Pediría lo primero de todo a quien lea estas líneas un esfuerzo por desconectar mentalmente del siglo XXI y trasladarse dos o tres siglos hacia atrás. Sitúense en aquellos tiempos en los que no había luz eléctrica y se iluminaban con velas, en aquellos tiempos en los que la mayoría de los suelos eran de madera y había que limpiarlos y darles lustre, en aquellos tiempos en los que las almas de los difuntos preocupaban hasta el punto de facilitarles luz para ese tránsito de una vida a la otra, en aquellos tiempos en los que la cera era usada muchas veces como dinero pagando con ella la luminaria de los espacios públicos y de la iglesia… Era entonces, y lo ha seguido siendo hasta hace unas décadas, cuando la cera tenía una importancia y un valor que hoy nos cuesta imaginar.
Ha estado ligada en nuestra tierra a una enorme cantidad de usos y de costumbres, de forma muy especial a los ritos funerarios; posiblemente cuando más cera se consumía era el día de Todos los Santos (1 de noviembre); de hecho la cera y los difuntos eran un binomio indisoluble.
Se usaba la cera cuando el enfermo agonizaba colocando junto a él una vela, Argie lagun, que previamente había sido bendecida en la iglesia el día de la Candelaria; se entendía que esa vela encendida ahuyentaba al demonio que en ese momento de vulnerabilidad trataba de apoderarse del alma del agonizante.
Se usaba la cera cuando la muerte era inminente; su portador precedía en la calle al sacerdote que portaba el viático para el enfermo, todos sabían que aquella vela encendida dentro de aquel farol alargado anunciaba el paso del Santísimo.
También se usaba, y cuanta más mejor, durante las exequias fúnebres; para ello cuando el amo o el ama de la casa fallecía lo primero de todo era acudir a las colmenas a avisar que “ha muerto el amo”, para que las abejas se esforzasen en hacer una producción extra de cera. En la iglesia, durante el funeral, no debían de faltar velas, cirios y hachones encendidos.
A partir de ese momento posterior a la muerte se delegaba en la mujer de la casa la alta responsabilidad de portar cada domingo el fuego del hogar hasta la sepultura de la iglesia, usando para ello la argizaiola que mantenía encendida durante la celebración religiosa para que a los difuntos de esa fuesa (sepultura) no les faltase la luz en su tránsito hacia la otra vida.
Era también costumbre, la noche del 31 de octubre, poner en las orillas de los caminos calabazas vaciadas, a las que se les hacían ojos y boca, con una vela encendida en su interior, con la buena intención de guiar a las almas de los difuntos por el camino correcto… era la Arimen gaua (noche de las almas), a la que desprovista posteriormente de lo esencial de su objetivo se le llamó más tarde Gau beltza (noche negra), ya casi como un juego infantil, y que actualmente la celebramos de forma adulterada e importada desde el otro lado del charco, bajo el anglicismo de Halloween… como si la hubiesen inventado allí.
Hemos visto también extinguirse en las últimas décadas un oficio tan habitual antaño como el de cerero; tan sólo Joaquín Donezar sobrevive dando vida a este arte y a este oficio en la pamplonesa calle Zapatería.
Y frente a toda esta cultura asociada a la cera, frente a esa resistencia “numantina” que hacen las amonas todavía hoy, cada domingo, en la iglesia guipuzcoana de Amezketa manteniendo encendidas las argizaiolas, seguramente que es muy difícil evitar que la mecha que durante siglos ha mantenido viva esta cultura acabe consumiéndose hasta apagarse. Lo que sí está en nuestras manos es, al menos, salvaguardar la memoria de todo ello para que un día podamos mirarnos en el espejo identitario de nuestra cultura.
Esta es la razón de ser del libro Cera – Argizari (Xibarit Argitaletxea) que ve la luz en estos días para que a nuestra cultura popular asociada a la cera no le falte la luz perpetua.
Fernando Hualde – Etnógrafo