Apuntes de etnografía

Zahagi dantza en el balneario de Zestoa. Foto: Archivo de Zestoa.

No es nada extraña la presencia del vino y los pellejos destinados a su transporte en las celebraciones festivas del país. Dando nombre a danzas y recorridos (edate dantza), constatado en la referencia de las danzas cantadas o su presencia icónica en las festivas agrupaciones de juventud (zaragi mutilek, mutil ardoak, eskotekoak, etc.) que se asocian al uso habitual de estos pellejos y la habitual invitación festiva de vino a los asistentes. Por lo tanto, no es descabellada la idea de considerar al citado odre, inflado de aire y ya terminado, como un elemento simbólico de indicar a la comunidad el final del jolgorio festivo y la propensión a tomar el ritmo rutinario de las labores productivas cotidianas.

Ya en su época Juan Inazio Iztueta (1767-1845) señalaba que la “jorrai dantza” era realizada como colofón de las celebraciones festivas y marcaba la vuelta a la vida laboral ordinaria. Así se puede constatar en la danza de odres que se realizan en Deba y Mutriku (jorrai dantza), Ondarrua (saliña-saliña), Zestoa o Bera (zahagi dantza). No siendo extraña su conexión con las comparsas itinerantes de Carnavales, como sucede en Markina (zaragi dantza), Doneztebe, Arano y Goizueta (zagi dantza). Comparsas configuradas en dos filas paralelas enfrentadas, a veces con un capitán o buruzagi que les dirige o van acompañados de otros personajes (abanderado, oso, etc.) y siempre en el centro los portadores de odres o pellejos de vino. En ocasiones, el protocolo coreográfico está muy pautado (danza del capitán, danza o paseo del conjunto y el juego de palos o azadas) y en cambio las otras, se ciñen a avanzar y retroceder o el simple entrechocar de las herramientas, con su descarga sobre los pellejos de vino.

Zahagi dantza en Markina, 2012. Archivo Fotográfico Labayru Fundazioa.

Danzas de odres que aparecen de forma recurrente en las festividades patronales tanto de las colectividades costeras marineras como en las localidades agrícolas o de montaña del interior. Con un mayor componente ritual las podemos observar en el tiempo de carnavales, donde los personajes que portan los pellejos pueden adquirir un papel similar al caso anterior, cierta libertad en su deambular o incluso, gran autonomía de movimientos como perseguir o tratar de tiznar la cara de los despistados e inocentes componentes del público.

Por este motivo y el acto de simular la escarda al unísono de la tierra, se ha asociado a un acto propiciatorio de posibilitar el despertar de la Naturaleza de su letargo, representar el fin de la hibernación simbolizada en el totémico oso, la clasificación de este amplio tipo de coreografías recurrentes como danzas agrícolas o determinando la clausura del tiempo festivo, dejando el jolgorio y la actividad lúdica, para volver a las actividades cotidianas de producción colectiva.

Pero ésta no ha sido la única funcionalidad de las simpáticas danzas con odres, pues en muchas ocasiones y debido a su informal vistosidad se han usado de múltiples formas para distintas finalidades comunitarias. Una de ellas ha sido su utilización, durante el XIX y XX, como agasajo a visitas de personas notables, veraneantes o clases urbanas flotantes y a los habituales clientes de los afamados balnearios (Urberuaga, Zestoa, Orduña, etc.). Sin olvidar su puntual inclusión, por su sencillez y vistosidad, en el ámbito educativo o formativo. Esta casuística de permeabilidad, no deja de ser un ejemplo más de las posibles variaciones o derivas de las longevas e inmutables danzas tradicionales, en su utilización o modificación más acorde a la realidad contextual de un momento histórico concreto.

 

Josu Larrinaga Zugadi – Sociólogo

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