Es antigua, en Euskal Herria, la costumbre de poner nombre a las casas. Y muchas de ellas han dado, a su vez, apellido a sus moradores. De hecho, la palabra vasca etxe ‘casa, hogar’ ha sido recurso inagotable para la composición de infinidad de apellidos vascos.
Además de la casa natal, en tierra vasca se han utilizado con frecuencia apellidos que hacen referencia al barrio, pueblo u otros nombres de lugar. Ha sido y sigue siendo muy común en nuestros pueblos que quien no te conozca quiera saber de tu procedencia incluso antes de interesarse por la familia a la que perteneces.
También se les atribuían apellidos toponímicos a niñas y niños abandonados, de madre y padre desconocidos. En algunos casos sus progenitores vivían vidas precarias y no podían hacerse cargo de ellos, teniendo que abandonarlos sin más remedio. En otros muchos eran fruto de relaciones extraconyugales, hijos e hijas del pecado, según los discursos moralistas de la época.
Las exposiciones se convirtieron desgraciadamente en una práctica habitual durante el siglo XIX: los recién nacidos se abandonaban en calles, iglesias y conventos, portales o en los tornos de las inclusas, siempre de forma anónima y con la esperanza de que alguien los recogiera y criara.
El abandono infantil había sido hasta entonces algo inusual en nuestro país, precisamente por la protección que garantizaban las familias extensas de antaño: abuelas y nietos, tíos y sobrinas, hermanas y hermanos políticos… Todas ellas y todos ellos convivían bajo el mismo techo, según el modelo vasco característico de familia troncal.
Hubo un tiempo en el que el único hogar para niños y niñas abandonadas de toda Euskal Herria se encontraba en Pamplona. Los expósitos bizkainos eran trasladados a Zaragoza, hasta que, posteriormente, comenzaron a ser acogidos en Calahorra, La Rioja. Fue en las postrimerías del siglo XIX cuando las casas de beneficencia pasaron a ser responsabilidad de las instituciones públicas.
En un solar situado en la explanada de Solokoetxe, en terrenos de la antigua anteiglesia de Begoña, la casa de expósitos, inaugurada en diciembre de 1883, abrió sus puertas a los niños desamparados de Bizkaia en enero de 1884. Este edificio de tres pisos tenía una capacidad para unos cien retoños. Pero el número de niñas y niños que se exponían en la calle aumentaba cada año. Pues bien, según datos correspondientes a 1890, por dar un ejemplo, 189 criaturas fueron bautizadas en la capilla situada en la misma casa.
El establecimiento los inscribía con nombre de pila y número de identificación, sin apellidos. Cuando se imponía, si fuera necesario, para realizar el servicio militar o contraer matrimonio, se les solía otorgar, por defecto, el nombre de la villa por apellido, u alguna otra fórmula igualmente conocida, y con ello el estigma de ser hijos e hijas de madre y padre desconocidos, condenándolas a vivir en la deshonra. Bajo estas denominaciones se esconde una dura realidad, el dolor de quienes sufrieron el desprecio de la sociedad. Es más, aún se escucha el eco de semejante sufrimiento, cuando menos disfrazado en forma de prejuicio.
En 1895 se construyó, junto a la casa cuna, la casa de maternidad, destinada a madres solteras durante los dos últimos meses de embarazo. En noviembre de 1902 los incluseros comenzaron a recibir apellidos, aleatoriamente, tanto vascos como castellanos, fuera Etxebarria, fuera Gorrotxategi, Urrutia, García, Pereda o Fernández. En el libro de registros de la casa de expósitos de 1910 figuran nombre y apellidos de más de 300 criaturas. De ellas, más de 180 fallecieron, la mayoría sin haber cumplido el año de vida.
Los expósitos eran amamantados por nodrizas internas, en el mismo establecimiento, hasta que pudieran ser emplazados con madres de leche externas, mayormente en aldeas y casas de labranza. Muchas de ellas habrían perdido al hijo que esperaban y podían por ello lactar. A cambio de criarlas y cuidarlos hasta los siete años de edad percibían una pequeña ayuda económica que, bien es cierto, no constituía por sí sola un modus vivendi ni una solución para la economía familiar.
Aun en el caso de familias extensas era frecuente, sobre todo en el ámbito rural, criar un cunero, decisión que desgraciadamente venía en demasiadas ocasiones determinada por la pequeña ayuda económica que reportaba. Terminada la crianza y extinguida la ayuda monetaria, la criatura podía ser devuelta. Otros eran prohijados, por el aporte de mano de obra que supondría una vez crecido. Y el resto eran acogidas y educados como propios.
A finales del siglo XIX la población comenzó a tomar conciencia de la tremenda injusticia social que se cometía para con los expósitos, entre otras razones, gracias a los movimientos de protección de los derechos de los menores. Como consecuencia de la creciente libertad ideológica, los abandonos disminuyeron exponencialmente y la casa cuna bizkaina cerró finalmente sus puertas en 1984. Allí es donde está ahora ubicado el centro de salud del barrio de Santutxu.
Jaione Bilbao – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Ilustraciones de Maria Altuna y Leire Urbeltz. Bilbon hara-hona. Bilbao, 2020.