Apuntes de etnografía

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Lavanderas de Muskiz (Bizkaia). Fuente: lavaderospublicos.net.

A la pregunta de por qué un espacio era construido exclusivamente para que las mujeres lavaran la ropa no es tan fácil darle respuesta, ni tan simple como decir que se buscaba implantar medidas de higiene acordes a los nuevos tiempos. Además, nuestros pueblos casi no disponían de dotaciones para el bien común, salvo un pequeño abrevadero, alguna fuente, o la casa para la reunión del concejo. Y no deja de ser curioso el hecho de que fueran precisamente estos hombres, los del concejo, quienes decidieran sobre la construcción de un lavadero con el fin de mejorar, se supone, las condiciones de trabajo de la mujer en esta tarea, que hasta entonces se hacía en ríos o arroyos de aguas frías, sombríos las más de las veces, a donde llevaban, sobre sus cabezas, la ropa de la casa para jabonarla y frotarla sobre una piedra lisa, doblando la espalda hasta casi besar el agua.

Los lavaderos tuvieron un papel significativo como lugar de encuentro femenino y de socialización, con unos códigos de conducta y de relación que iban más allá del propio lugar físico, y que hoy todavía duermen, no en el olvido, sino en la memoria callada de sus protagonistas. Eran espacios exclusivos de la mujer, pero no debemos interpretarlos como lugares de socialización al estilo de una taberna, ya que al contrario que esta, el lavadero era un espacio de trabajo, y en modo alguno de ocio.

El lavadero, técnicamente, era un sitio para lavar la ropa, pero no para que debieran ser las mujeres quienes lo hicieran. Sin embargo, los hombres no hemos sido capaces de reconocernos en determinadas actividades, y esta ha sido una de ellas. Se trata de una autoexclusión, pero no solo, pues tampoco la mujer se habría sentido cómoda con la presencia de algún hombre en el lavadero, forzada a hacer una socialización no deseada. De cualquier forma, los estereotipos de género nunca permitieron que se diera esta hipótesis, y la presencia masculina en estos lugares se reducía a su construcción, a labores de mantenimiento o a cierta ayuda puntual para llevar un pesado balde de ropa a la madre, a la hija o a la esposa, posarlo en el suelo y casi salir huyendo.

Lavadero de Armintza (Lemoiz, Bizkaia). Archivo Fotográfico Labayru Fundazioa.

Los lavaderos públicos fueron surgiendo durante el siglo XIX, a partir de los años 1820-1830, como una necesidad acorde a los tiempos, y como un hito de modernidad, ya que supuso un alivio para las espaldas de muchas de esas mujeres. Por ello, los lavaderos de las villas y núcleos urbanos, así como los de los pueblos de Álava y Navarra, cuyo hábitat era más concentrado, congregaban cada día a decenas de mujeres con sus cestas y baldes a lavar la ropa. Y se puede decir que no había pueblo que no luchase, durante el siglo XIX, por la construcción de un lavadero.

Sin embargo, no fue esta la realidad de todos los territorios, no al menos en gran parte de Bizkaia, Gipuzkoa y valles alaveses del norte, donde la topografía de los municipios hablaba por sí sola, con la población dispersa en barriadas de caseríos, sin apenas un lugar central donde acometer una obra de estas características. Así, lo más habitual era que cada barrio, e incluso cada caserío, se buscara la vida en el sentido más práctico del término, aprovechando cualquier arroyo cercano donde hacer un remanso y situar un pilón, o un pozo del que extraer el agua a un aska, donde colocar una piedra inclinada para jabonar y frotar la ropa, y aclarar la colada. Por tanto, la extendida imagen de un grupo de mujeres en el lavadero no ha sido nada habitual en el Cantábrico vasco y, por lo tanto, no podemos hablar aquí de lugar de trabajo y socialización, sino de mujeres que han lavado la ropa en solitario y en soledad.

En la actualidad, hay un creciente interés por recuperar lavaderos en nuestros pueblos, a pesar de haber perdido su función original. Pero las mujeres los ven más en relación con la memoria de lo que allí vivieron que como elemento etnográfico a conservar. Les cuesta describir la mecánica de aquella actividad, y siempre recurren al aspecto social, porque fue un refugio de sus relaciones y conversaciones entre iguales. Ningún otro lugar les dio esa oportunidad, ni siquiera la iglesia, ni sus pórticos, ni la casa, ni el cementerio, ni la huerta, y solo en el lavadero fueron realmente ellas, libres de tabúes y de la mirada del hombre. Solo por esto ya merece la pena recuperar los lavaderos, más allá del lavadero, como espacio material, por la memoria que atesoran, por lo inmaterial del hecho.

 

Juanjo Hidalgo – Historiador

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