Casi podría afirmar que mi padre nació en el neolítico atendiendo a algunos aspectos como los relacionados con el fuego, el aprovechamiento de los recursos silvestres, la fabricación de útiles con madera o algunas técnicas de cultivo. Hasta que de niño vio “venir la luz”, la única forma que conoció de alumbrarse y de cocinar era mediante el fuego. La llegada de la luz eléctrica supuso una auténtica revolución, de la que han nacido todos los demás cambios, incluido el que tiene que ver con lo digital. Yo nací al inicio de la década de 1960 en que se desataron todas las transformaciones ligadas a la mecanización. Mis primeras fotos muestran a un niño encaramado en un carro de madera arrastrado por una pareja de vacas. Mi propio abuelo, que de vez en cuando construía este tipo de carros para sus vecinos, había conocido la época en que se hacían íntegramente de madera, sin elementos metálicos. Muchos de mis compañeros de escuela son ahora ganaderos que producen leche de vaca por procedimientos de tipo industrial, algunos de ellos incluso recurren a robots para el ordeño de sus animales. Desde los albores de la agricultura hasta la infancia de mi padre, en el mundo rural se produjeron cambios a un ritmo pausado y creciente que nada tiene que ver con el paso de su generación a la mía, en que las transformaciones han seguido una progresión exponencial.
En breve verá la luz el octavo tomo del Atlas Etnográfico de Vasconia, dedicado a la agricultura. Desde esa perspectiva contemplo mi huerta y observo reflejada en ella lejanos avatares históricos. Cultivos que llegaron tempranamente, casi con la difusión de la agricultura, otros muy valorados por los romanos, varios que introdujeron los árabes y sobre todo los que nos llegaron de América y que en los últimos siglos han constituido nuestra dieta básica. Los siembro con los mismos procedimientos que usaron mis padres, mis abuelos y sus antepasados. No utilizo herbicidas ni otro tipo de pesticidas (que ahora algunos, con gran sentido del humor, denominan fitosanitarios), y tampoco fertilizantes de síntesis, me empeño con denuedo en cultivar mis propias semillas o las que me regalaron o intercambié con mis vecinos y rehúyo las seleccionadas que se adquieren en el comercio y no digamos si están “mejoradas” genéticamente; todos ellos elementos característicos del “progreso agrícola”. Quizá esté equivocado y se deba a que tengo acostumbrado el paladar a su sabor, pero la comida que obtengo me resulta más sabrosa que la que ocasionalmente he adquirido en los supermercados y pondría la mano en el fuego al asegurar que es hasta más sana.
No estoy en contra del “progreso”, que por ejemplo me permite labrar la tierra sin tanto esfuerzo o escribir esto con un procesador de textos y difundirlo rápidamente para que lo lean personas que quizá nunca tenga el gusto de conocer, solo reivindico el espíritu crítico que nos permita percatarnos de que no todos los cambios conllevan mejoras y que los conocimientos tradicionales atesorados por personas como mi padre, “nacidas hace tanto”, no están obsoletos sino plenamente vigentes ahora que toca resistirse a la corriente que a tantos arrastra hacia un destino que algunos no compartimos.
P.S.: Estos días se celebra la VII Conferencia de La Vía Campesina en el Seminario de Derio, mismo edificio en el que redactamos el Atlas Etnográfico de Vasconia. Ambas iniciativas coinciden en su voluntad de preservar los saberes tradicionales.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa