Nosotros somos la prehistoria de los milenios venideros. No por ello nos sentimos primitivos sino que contemplamos con cierta soberbia a quienes nos antecedieron en generaciones pasadas vanagloriándonos de todas las mejoras alcanzadas en comparación con la precariedad que les atribuimos. Sin embargo en quienes nos dedicamos a la etnografía anida la sospecha de que esa apreciación tiene demasiadas grietas, hasta el punto de que preferimos, al igual que Barandiaran, hablar de cambio antes que de progreso.
No se puede negar el avance material, si bien en cada época la tecnología de la que disponían era puntera y la exprimían hasta obtener el máximo aprovechamiento. También podemos constatar que en la actualidad las innovaciones en este aspecto siguen una pauta exponencial, por lo que no se necesitarán milenios, ni siquiera siglos, para asistir a grandes transformaciones; cada generación deja totalmente ‘obsoleta’ a la anterior desde la perspectiva tecnológica. Pero a esta complejidad material le acompaña otra que tiene que ver con nuestro mundo interior, que a grandes rasgos sigue sumido en las cavernas e impeliéndonos a un comportamiento tribal.
Nuestra especie alcanzó, por ejemplo, un óptimo grado de bienestar en algunos periodos del Magdaleniense. Buena temperatura, comida abundante, poca población y por ello es de esperar que escasos conflictos, y mucho tiempo para llenar las cuevas con pinturas de una calidad inigualable. Después llegaron alteraciones en el clima y la revolución neolítica: más disponibilidad de alimento posibilitó un aumento notable de la población y el inicio de una ‘complejización’ social que no evitó ni las hambrunas ni los conflictos.
Ahora vivimos una nueva revolución, la digital. Ha aportado una importante ventaja: la democratización en el acceso a la información, pero tiene otras contrapartidas como es la pérdida generalizada de ‘conocimientos’. Desde nuestra era digital tendemos a contemplar con cierta suficiencia a aquellos seres prehistóricos que se adentraban en cuevas para dejar plasmados en las paredes rasgos de su propio inconsciente. Sin embargo alcanzaron un desarrollo sorprendente a la hora de preservar su producción artística. Que levante la mano el gurú tecnológico que me garantice que nuestras creaciones digitales van a perdurar los 30 000 años que tienen algunas pinturas rupestres.
No quiero parecer pesimista, solo recalcar que a quienes vivieron en el pasado no se les puede mirar desde un pedestal, sino a la altura de los ojos, porque siempre hay cosas importantes que aprender de ellos. No sé si seremos capaces de legar a los arqueólogos del futuro una nueva Altamira u otra impresionante Chauvet; seamos humildes, de lo único que podemos estar seguros es que heredarán ingentes cantidades de basura.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa