Nos trasladamos a Zuberoa, al área de Maule (Mauléon-Licharre). Los trabajadores del lino y del cáñamo se especializaron allí, en el siglo XVIII, en fabricar un calzado muy concreto: las alpargatas. Y a partir de entonces fueron estas las que pusieron a Maule en el mapa.
A mediados del XIX, gracias a la migración y a los mineros del norte de Francia, la elaboración artesana de las alpargatas, a causa del fuerte incremento de la demanda, tuvo que verse sometida a un proceso de industrialización, y para ello fue necesario reclutar mano de obra del exterior.
Esa mano de obra fue mayoritariamente femenina, y las protagonistas fueron las jóvenes de los valles de Salazar, Roncal y Ansó, principalmente, así como de otras localidades altoaragonesas.
Al llegar el otoño, nada más comenzar octubre, cientos de niñas y adolescentes se ponían en camino desde sus pueblos, andando, sin más equipaje que un pequeño hatillo en una mano y una diminuta banqueta de madera en la otra. Era ya tiempo de lluvias y de frío, y ellas solas tenían que recorrer aquellas peligrosas sendas y barrancos, atravesar bosques, cruzar ríos, subir por empinadas cumbres, para luego descender en las mismas condiciones hasta las fábricas de Maule. Algunas murieron de frío en ese trayecto. Así de real.
Iban en otoño, regresaban en primavera, iban de negro… Por todo ello se les ha conocido popularmente como ‘golondrinas’. Y allá trabajaban a destajo, de sol a sol; cuanto más trabajaban más cobraban, les pagaban en función de los pares de alpargatas que cosían.
Había un inconveniente, y era que no podían pasar dinero por la frontera. Argucias aparte, eso les obligaba a invertir su sueldo en puntillas, bordados, abanicos, guantes, paraguas, telas…, que era lo que llevaban a sus casas, también andando.
En recuerdo de todas aquellas muchachas, permítame el lector que fije la atención en una de ellas. Su nombre era Inocencia Anaut Esandi, de la localidad roncalesa de Isaba. Ella era mi abuela.
Su último invierno como ‘golondrina’ fue el de 1898-1899. Aquel invierno trabajó todo lo que pudo y más; en abril se casaba en Isaba, y eso quería decir que tenía que volverse sola, antes que las demás. No sé cuántos pares de alpargatas habría cosido, pero lo que sí sé es que con lo que ganó ese invierno se fue a un anticuario y se compró, para su casa, un reloj de pie. Fue necesario desmontarlo en piezas, y así, cargado sobre una caballería, subió y bajó por aquellas montañas hasta llegar a su casa de Isaba.
Ciento veinte años después ese reloj, que ya cuando se compró era muy antiguo, sigue en casa dando la hora. Y, además, nos recuerda que es la hora de reconocer el trabajo y el esfuerzo de aquellas generaciones de mujeres, de decirles gracias, de decirles que lamentamos tantas décadas de silencio en torno a aquella etapa de sus vidas, de decirles que estamos orgullosos y orgullosas de ellas, que son nuestra referencia identitaria, ese espejo en el que nos miramos.
Este reloj es importante por lo que vale hoy, por lo que costó entonces, y muy especialmente por lo que simboliza: es temple y es coraje.
Fernando Hualde – Etnógrafo – Labrit Patrimonio