Según parece desde la prehistoria se cataloga el uso de rústicas flautillas, pero es a partir de la Edad Media cuando se produce una revolución musical que se va a desarrollar y extender por toda Europa Occidental (Italia, Francia, España, Portugal, América, etc.), la combinación melódica de la flauta de tres agujeros y el ritmo del tamboril en un mismo interprete (juglares y ministriles). En el siglo XVI, tenían asignada la enseñanza de danzas y bailes palaciegos, amenizar torneos o acontecimientos sociales de la nobleza. Este inusitado panorama sirvió de referente a las clases populares para adoptar esta figura en sus celebraciones religiosas, civiles, fiestas, procesiones, romerías, actos protocolarios o animaciones ambulantes. Paradójicamente, a todos ellos se les va a denominar por el generalizado nombre de “tamborileros” (danbolin) y hacia el s. XVIII, con su evolución y desarrollo musical, tanto en ámbitos nobles como plebeyos, se generará una encarnizada pugna (buscando el prestigio y la influencia en las contrataciones y las ofertas mejor remuneradas) entre los que dominaban la lectura musical y los que no.
Por lo tanto, nuestros popularizados “txistularis” han compartido estos dos instrumentos (sin olvidar la txirula y el ttun-ttun, soiñua o salterio) con sus análogos en Oxford (pipe and tabor), Córcega (pipaiolu o tamborinu), Bearn y Gascuña, La Provence (tambourinaire), Portugal (tamborileiro de Alto Duero y Alentejo) o en España (Cantabria, Asturias, Burgos, León, Zamora, Salamanca, Extremadura, Huelva, Huesca, Cataluña, Baleares o Tenerife); desde su máximo apogeo y monopolio en todos los ámbitos de la vida social del XVI al XVIII a sus actuales reductos geográficos y funcionales. El XIX marcó su acelerada decadencia frente a la irrupción de otros instrumentos y modas músico-dancísticas; y en el XX, gracias a los esfuerzos previos de las Fiestas Euskaras (Euskal Jaiak) y años después, la creación de la asociación de txistularis, hemos asistido a su recuperación, renacimiento y valoración patrimonial.
Pero uno de los denominadores comunes de este conjunto instrumental y sus intérpretes, han sido sus institucionalizadas y generalizadas funciones a lo largo de los siglos de auge. El aprendizaje técnico y musical se solía realizar mediante la atenta mirada o bajo la tutela de un destacado maestro y, dependiendo de la situación económica y destreza manufacturera, algunos también construían sus propios instrumentos. La contratación festiva pública (hasta su asunción municipal) solía ser un aspecto asumido por la juventud local asociada que les recibía, proporcionándoles alojamiento, manutención y les acompañaban en sus pautadas obligaciones festivas. No siendo extraño que también recurriesen a un complemento económico, mediante compromisos esporádicos a demanda.
Entre sus variopintas obligaciones festivas se contemplaba su contribución a la animación musical de la diversión coreográfica, su papel de dirección (musical y/o coréutica) de las danzas rituales de cada festividad, sus protocolarios quehaceres en el desarrollo festivo (vísperas, dianas o alboradas, recogida y acompañamiento de autoridades, rondas de sobremesa o visitas de cortesía a las viviendas, animar los bailes públicos o marcar la retirada festiva). Su prestigio social y mantenimiento de la tradición se asociaba a su capacidad interpretativa o variedad de repertorio, su aguante festivo y flexibilidad adaptativa en la demanda musical o debido a su escasez, la icónica proximidad o predisposición a dinamizar el ocio colectivo.
Josu Larrinaga Zugadi
Sociólogo