Cada día compramos y vendemos productos o realizamos y recibimos servicios por los que cobramos o pagamos, según corresponda. El comercio y dichos servicios forman parte de la lógica consumista en la que vivimos todos y son el motor esencial de nuestra economía.
En la sociedad tradicional, sobre todo en las aldeas rurales en las que en tiempos pasados los intercambios dinerarios eran escasísimos, resultaba común al menos entre vecinos y familiares el trueque y la prestación de ayuda que antes o después era devuelta.
Un caso particular lo constituía el pan. Cada familia cocía el suyo en un horno propio o colectivo y lo hacía para varios días, por lo común una semana y a veces hasta una quincena, dependiendo sobre todo del número de integrantes de la misma. Las harinas que se empleaban, los métodos de amasado y preparación y la forma y conservación de los panes permitían que continuase siendo comestible durante todo ese tiempo. Pero cuando se hacía una hornada se repartían unos cuantos panes entre los vecinos de mayor trato. Poco después se recibía a cambio una hogaza fresca ofrecida por uno de estos vecinos, algunos días más tarde de otro y así sucesivamente, de modo que a pesar del lapso tan largo que mediaba entre hornada y hornada en una misma casa, se podía comer pan tierno durante todo el tiempo.
El trueque y otros mecanismos de solidaridad no solo acontecían entre vecinos. En la mentalidad de la época ese tipo de vínculos también tenía un componente intergeneracional. Cada familia era consciente de los bienes recibidos de sus antepasados como la propia casa, las tierras de cultivo, las praderas y el arbolado y mantenía el compromiso de preservar ese patrimonio y a ser posible acrecentarlo para sus descendientes. En la tierra en la que vivo (Valle de Carranza, en Bizkaia) esa deuda de gratitud y la aceptación de que en definitiva tales bienes solo se disfrutaban en usufructo, pues seguirían pasando de mano en mano, quedaban reflejados en una sentencia que afirma que en definitiva La vida es un pan prestado.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Para más información puede consultarse el tomo dedicado a La Alimentación Doméstica del Atlas Etnográfico de Vasconia.
Esa costumbre de intercambio la vi en mi pueblo, Luján, Buenos Aires. Muy visto en los abuelos inmigrantes. Hoy es una de las costumbres que se extrañan.
La sentencia final es preciosa. Gracias a toda la gente que nos cuenta cosas de nuestra vida, aunque no la hayamos vivido.
Muchas gracias por tu comentario. Sin su testimonio, no seríamos lo que somos.