Las castañas han sido siempre una buena solución contra el frío del otoño y del invierno, y en consecuencia, también los castañeros. Cuando se acortan los días y el frío empieza a hacer acto de presencia, hay algo que nos llama de las castañas y de los puestos de los castañeros. ¿Es el sabor de las castañas? La dulzura, el calor, la textura, los diferentes sabores. ¿El olor, tal vez? Huele a calidez, y en consecuencia parece que el ambiente atempera. Además, reunirse y alimentarse alrededor del tamboril tiene algo de magia. El ruido del tamboril es desagradable y a su vez, atractivo, y el fuego que hay que hacer para asar castañas parece llamarnos de alguna manera. ¿Cómo evitar que las manos se acerquen a las brasas del tamboril buscando calentarse? Esa atmosfera parece inducirnos a prestar atención a nuestros propios sentidos. ¿Cómo evitar acercarnos, aunque sea una vez al año, al puesto de un castañero?
Lo que hoy nos es atractivo ha tenido mucho que decir en nuestro pasado. A lo largo de la historia los castañeros solían ser mujeres, esas mujeres vestidas con el chal de lana que forman parte de nuestro imaginario, aunque hoy en día la mayoría de los vendedores que se pueden encontrar son hombres. Podríamos decir que son puestos de prestigio, ya que es un oficio muy antiguo y, en general, por todo lo que tiene de apetitoso y todo lo que nos transmite. En el pasado tenían una función importante, ya que servían, entre otras cosas, para matar el hambre y el frío. Había tres tipos de vendedores: los que vendían castañas en portales, calles o bares, siendo las castañas cocidas o asadas. Los más habituales y famosos solían ser los que solían estar en las inmediaciones de los bares, ya que como dice Manuel Bretón de los Herreros: «¿Hay un aliciente más poderoso para el vino que las castañas?».
Como en la actualidad, en el pasado las castañas más apreciadas eran las asadas, por lo que los puestos dedicados a la venta de castañas asadas tenían más prestigio y tenían que pagar una licencia especial. Parece ser que los vendedores de castañas cocidas tenían menos categoría, ya que el capital o los recursos que debían destinarse a la cocción eran más baratos, ya que el anís para sazonar no costaba nada, el carbón de calentar costaba poco, y podían obtener agua gratis de las fuentes públicas. En cambio, para asarlas se necesitaba más carbón, mesas, el tamboril, otros soportes y demás recursos.
Lamentablemente, cada vez quedan menos castañeros. En el caso de Gipuzkoa, concretamente en Tolosa, había varios castañeros, pero tras el coronavirus no se ha recuperado ningún puesto. En las ciudades más grandes es más fácil encontrarlos; en San Sebastián, entre otros, el castañero suele ser el primer puesto que se ve según bajas de la estación de tren. Son puestos que hoy gustan a la gente a la que le gustan las castañas, que calientan las manos y los cuerpos en las tardes frías, y que permiten adquirir un alimento poco habitual en el día a día. Hay gente a los que no les gustan las castañas, pero que también confiesan que una vez al año hay que acercarse a esos puestos para así poder comunicar a sus cuerpos que, de la mano de esa atmósfera, ha llegado el frío. ¡Todavía estamos a tiempo de acercarnos a los castañeros de nuestros pueblos y despertar nuestros sentidos!
Aintzane Cortajarena, antropóloga