En mi infancia aún supe de personas analfabetas, pocas la verdad, y siempre mayores. Cuando tenían que firmar un documento dejaban la huella de su dedo índice. Unos más, otros menos, habían podido acudir a la escuela al menos los años suficientes para aprender ‘las cuatro reglas y a firmar’. Saber ‘echar la firma’ era algo tenido por importante y no digamos si la acompañaba una rúbrica florida. Cuando en mis rebuscas etnográficas contemplo documentos de generaciones pasadas observo firmas temblorosas y dubitativas y por rúbrica, a menudo, una simple raya. Se percibe el enorme esfuerzo que debían realizar.
La generación de mis abuelos acudió a la escuela con pizarra y pizarrín y cuando escribían en papel lo hacían con una pluma con plumilla y palillero. La de mis padres también. En mi primera y rudimentaria escuela los pupitres todavía tenían horadado en la madera el hueco para el tintero. Yo no conocí esas plumas pero sí las estilográficas. Una estilográfica y un bolígrafo de buena marca constituían un regalo de comunión. En la escuela usábamos ya boli y lápiz. Los bolígrafos eran entonces de pésima calidad y algunos días fríos del invierno se aterían y dejaban de escribir, entonces teníamos que rayar y rayar con energía un papel en un intento porque se recuperasen de su desmayo, además de frotarles entre las manos con el mismo movimiento prehistórico de encender el fuego con un palo o echarles repetidamente el aliento sobre la punta deseando que recobrasen el suyo. También nos volvimos duchos en trasplantes: a un tubito lleno de tinta pero con una punta que no escribiese, se la arrancábamos y le poníamos otra vieja y agotada que aún funcionase. Claro que a menudo se interrumpía la columna de tinta y entonces había que soplar por el extremo libre del tubito con toda el alma hasta ponernos colorados.
Los lapiceros no eran mucho mejores. El grafito se rompía con facilidad, los sacapuntas escaseaban y su cuchilla solía estar tan roma que una vez sacada la punta se partía la mina. A menudo los afilábamos con un cuchillo o la navaja. Para borrar lo escrito, como muchas veces no teníamos goma, usábamos miga de pan amasada con los dedos. Con el tiempo se añadieron a las pinturillas de colores los rotuladores. Se secaban muy rápido y como no podíamos adquirir otros les prolongábamos la vida mediante transfusiones de alcohol, pero había que tener mucho cuidado porque con frecuencia después padecían coloridas hemorragias.
Ha pasado el tiempo y los medios de escritura, con los que también firmamos, han evolucionado muchísimo. Los lápices y bolígrafos son de excelente calidad (salvo que sean de propaganda) y además se han extendido los llamados portaminas. Quizá el mayor grado lo han alcanzado los rotuladores al conseguir puntas finas y duras. Pero la máxima sofisticación se está alcanzado gracias al desarrollo de la tecnología digital con las pantallas táctiles. Cuando acudo al banco o un transportista llega a mi casa, me ofrece una pantalla y un objeto alargado parecido a un grafito de dibujo para que deje mi firma. Es un medio bastante endiablado porque cuando observo el resultado me recuerda a las firmas temblorosas de mis antepasados.
Aun así un refinamiento aún mayor lo experimenté el otro día cuando al pasar la primera revisión de mi coche, tuve que firmar en una de estas pantallas táctiles pero sin el sucedáneo del bolígrafo sino con la yema del dedo índice. Total, pensé, tanto progreso para acabar firmando como aquellos viejos hombres que jamás tuvieron la oportunidad de aprender a escribir, con la punta del dedo.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa