Gitanos, bohemios, zíngaros, romaníes. Forman parte de la sociedad de Euskal Herria desde hace tiempo. Pero, ¿cuánto sabemos sobre la historia y la cultura de esta comunidad? En los siguientes párrafos, se devanan los testimonios extraídos de la recopilación de memorias orales realizada por Labrit Patrimonio, bajo el encargo de Gaz Kaló, Federación de Asociaciones Gitanas de Nafarroa. El objetivo principal de este estudio es traer el tema de la alteridad al terreno etnográfico, y aportar un granito de arena contra la invisibilidad que vive la comunidad gitana, a través de un punto de vista más antropológico.
Un informante entrevistado para el proyecto Ijito Hitza aseguraba que las primeras referencias que se pueden encontrar en el Archivo de Navarra datan de la época de Blanca I de Navarra (siglo XV). Aunque han pasado siglos desde entonces, apenas hace unas décadas que la mayoría de los romaníes dejaron de vagar. Hasta entonces, esas familias que formaban parte de este pueblo iban y venían. Sin embargo, al sur de Euskal Herria, como ocurre con los agotes, el proceso de marginación de los gitanos viene de hace tiempo. Esta fijación discriminativa hacia a la etnia romaní ha estado amparada, además, por el aparato legislativo hasta hace muy poco tiempo: por la Ley de Vagos y Maleantes, creada durante la República, y por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de finales del franquismo. Ambas plagadas de referencias a gitanos (y a homosexuales, entre otros).
De pueblo en pueblo, de rincón en rincón, sin propiedades, los testimonios recopilados mediante el proyecto se centran en la falta de arraigo a un lugar concreto. Una generación se va, y otra viene. Sin dinero para ser inquilinos, y apenas condiciones para acceder a trabajos asalariados estables. Muchos caminaban descalzos, y los más acaudalados, tenían al menos un carro que hacía las veces de casa. Eran hábiles llevando a cabo trabajos estacionales y de campo, incluidos los niños y mayores que no conocían la escuela: esquilar ovejas, vendimiar, trillar, recoger todo tipo de cosechas… La cestería y la reparación de objetos diversos, entre otros, eran algunas de las fuentes de ingresos que les permitían llevar un modo de vida ambulante.
La familia, ese sistema de familia extensa (que hoy en día se tambalea), suponía el soporte y la estructura para el funcionamiento básico. Casarse joven, preferiblemente dentro de la familia, envejecer rápidamente y cuidar lo mejor posible de los mayores. El estatus de las personas ancianas era muy relevante en el seno de la comunidad, ya que, la vejez y el prestigio intracomunitario están relacionados entre sí: se utilizan habitualmente las denominaciones «tío» y «tía», llamados así a pesar de no tener vínculos sanguíneos. Esos que desde fuera llamamos «patriarcas», son solucionadores de conflictos dentro de la comunidad. Una antigua ley propia, con valores éticos propios, y sus propios representantes dentro de la comunidad para juzgarla. El saludo entre romaníes, sastipen thaj mestipen (salud y libertad), es digno de mencionar, así como la grave situación actual de la lengua romaní. Si en la Merindad de Tierra Estella, la Ribera y la Comarca de Pamplona se utilizó el erromintxela, las generaciones actuales no han conseguido que dicho dialecto perdure.
En este modo de vida basado en la trashumancia, según los informantes, las plantas recogidas en el camino constituían uno de los pilares de la dieta: el hinojo, por ejemplo, ha tenido una importancia enorme para los romaníes. Sin terrenos agrícolas, ni conocimientos históricos para ello como pueblo nómada, también se dedicaban a la caza y a la pesca. Eran asimismo hábiles tratando problemas de salud humana, pero más aún animal. La ganadería, «como buenamente podían»: alguna mula para aligerar la carga, un par de cabras para comer cabrito de vez en cuando y, quien pudiera, leche para el consumo diario. El resto, era parte del oficio de tratante y de su modo de vida.
Y como elementos transversales en todos los testimonios: arroyos y apriscos. En los arroyos los animales bebían agua, se recogían mimbres para elaborar cestas, se cocinaba y se lavaba la suciedad del día. Dormían y daban a luz en las orillas y bajo los puentes de los ríos, contaban historias sobre sus antepasados alrededor del fuego y, desde un punto de vista antropológico, llevaban a cabo una transmisión del patrimonio inmaterial: recibir y transmitir lo acumulado de generación en generación. Esa forma propia de vivir el flamenco y la música sin partituras en las laderas de arroyos y corrales, como dice con voz desgarrada el himno gitano Gelem-gelem (anduve, anduve): ibilian-ibilian. «Lo que nos hace gitanos es la forma de vivir la música», decía «tío» Selín, afincado en Tudela tras dar por terminada la vida de nómada.
Los gitanos dicen que ese modo de vida se acabó hace mucho tiempo. Y para los que no vimos pasar caravanas por nuestro propio pueblo, también puede ser así. Pero para entender al pueblo gitano de hoy en día no podemos olvidar todo lo mencionado anteriormente. Los valores que se proclaman en nombre de la convivencia no son universales. La cultura nos recorre de arriba abajo y nuestras definiciones de universalidad también son culturales. Si se quiere avanzar en la inclusión de la comunidad gitana, es fundamental alejarse de las perspectivas de asimilación hegemónica y reconocer su historia y cultura.
Klara Larruzea – Labrit Patrimonio