Escribió Barandiaran que la toponimia es un manto invisible que cubre el territorio que habitamos. Son varias las capas que se superponen en un paisaje, tantas como lecturas podemos realizar del mismo. El geólogo es capaz de analizar su esencia más íntima, la que sostiene a todas las demás; el botánico lleva a cabo un relato de la cubierta vegetal; el geógrafo puede realizar una interpretación en la que comienza a aflorar la labor de los humanos; y el prehistoriador trata de descifrar los restos de quienes nos precedieron hace tanto tiempo. En este contexto, ¿cuál es la misión del etnógrafo?: leer el lenguaje de las actividades humanas, los modos de vida y sus consecuencias e interpretarlo a la luz de los testimonios de quienes habitan y desempeñan en él su trabajo. Cuando habla con los informantes, que son los vecinos de la localidad objeto de estudio, más si se trata de averiguar la vida del mundo rural y sobre todo de las áreas de monte, comienza a encontrarse con topónimos que solo pueden anclar en el paisaje aquellos que los emplean y que los heredaron de quienes utilizaron esa tierra antes que ellos. No digamos, claro está, el papel fundamental de los lingüistas que recogen la toponimia de boca de los que la han utilizado.
Pero a diferencia de los primeros mantos citados, más o menos opacos dependiendo de la capacidad observadora de quien lleva a cabo su lectura, el último, el que lo cubre todo, es como ya dijimos invisible, pues tradicionalmente su transmisión y uso ha sido puramente oral. Esto es tanto más acusado en las áreas comunales de monte donde no se ha dejado notar el papel de escribanos, notarios o registradores de la propiedad y las distintas administraciones han ejercido menor control (por lo regular todos ellos ajenos al lugar).
Se vacían los montes de leñadores, carboneros, ganaderos y pastores y los ocupan nuevas gentes con otros intereses: deportivos y turísticos de distinta índole. Y es necesario guiarlos por esos parajes que para ellos tienen a menudo la fascinación del descubrimiento. Y entonces una parte de la tradición oral se hace cultura escrita, por ejemplo en los indicadores que proliferan en nuestros montes, pero a veces comprobamos que los detentadores de la nueva cultura consideran que los campesinos son escasamente fiables, quizá porque su voz les resulta demasiado efímera o porque no son conscientes de que el estado natural de la lengua es el dialectal y entonces estiman que su forma de nombrar los lugares es errónea. Quienes registramos los cambios con visión etnográfica utilizamos la nueva cultura digital para dejar constancia del proceso y difundirlo a todos aquellos que quieran escucharnos, leernos o vernos en las redes sociales.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Estimados amigos:
Recibo puntualmente Apuntes de etnografía, por lo que quisiera darles las gracias.
Un saludo cordial
José Ramón
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