Hasta hace unas cuatro décadas, antes de la desaparición del pastoreo tradicional, uno de los bienes más preciados por los pastores de Gorbeia era la taloaska. Era, junto a la vara, el elemento que con más orgullo mostraba el pastor en su chabola, el bien más valorado.
La taloaska es, básicamente, una especie de artesa rectangular, con un asidero en uno de sus extremos, y se usaba para amasar el talo que se comía en aquellas interminables estancias en la majada, en sustitución del pan, ya que no se bajaba al valle más que cuando era estrictamente necesario. El pan no podía hacerse en la montaña, pero sí el versátil talo.
Además, la taloaska era usada como recipiente en donde comer las alubias o habas que constituían la dieta diaria. Y, dado su gran tamaño, lo habitual era comer en ella reunidos varios pastores, con una cuchara por cabeza, pero compartiendo el recipiente. Así, la taloaska era un objeto que reforzaba la socialización, la compartición, el encuentro en aquellos parajes en los que la soledad era el peor enemigo.
El hecho de que las taloaskas fuesen elaboradas en madera hizo pensar en las pocas veces que se citaron en algún estudio etnográfico, en una reliquia antiquísima, incluso neolítica, similar a como se interpretaban otros utensilios pastoriles como eran el kaiku, abatza, malatsa, etc.
Sin embargo, a pesar de lo sugerente del objeto, no conocemos ninguna investigación al respecto, ni siquiera una catalogación de los elementos que han llegado hasta nuestros días.
En este estado de las cosas, vamos a hacer unas propuestas para que cuando acudamos a la red de redes, encontremos algún contenido que hoy no existe.
Pues bien. A pesar de que, décadas atrás, nos seducía aquella insondable antigüedad de las taloaskas, hay varios aspectos que nos hacen replantear su origen. Por una parte, el hecho de que su uso, aunque intenso, esté limitado al macizo de Gorbeia nos hace sospechar. De haberse tratado de un objeto pastoril de gran antigüedad, sin duda alguna estaría extendido a otros macizos de actividad pastoril.
Lo mismo sucede con su nombre, de gran eco en el macizo de Gorbeia, pero desconocido fuera de ahí. Evidentemente, surge de talo ‘torta de harina de maíz’ + aska ‘recipiente’. Y, en nuestro caso, optamos por escribirlo en una sola palabra por su único acento y porque es muy conocida su variante talaska. El mismo término talo, como el consumo del maíz en los valles del entorno, no va más allá del XVIII.
Al margen de los pastores, los carboneros eran los otros trabajadores que frecuentaban aquella montaña. Pero, al contrario que los primeros, no disponían de una chabola estable pues eran itinerantes en función de las zonas de carboneo. Y, asimismo, era más difícil transportar una frágil vajilla para comer. Los carboneros eran, por otra parte, con diferencia los grandes consumidores de talo, por su mayor aporte alimenticio.
El corpus del léxico histórico del euskera también parece confirmárnoslo: observaremos que unidos al término talo encontramos palabras como talo-txabil, talo-mutil o talo-atzu, todos en referencia a elementos de madera de árbol sobre el que los carboneros trabajaban la masa para hacer el talo. Ninguna referencia al uso pastoril, ni siquiera el término taloaska.
Siendo como fue en el XIX y principios del XX el macizo de Gorbeia una zona de intensísimo carboneo, no me genera duda alguna para plantear que nuestras taloaskas, esas artesas para amasar talo surgieron de los carboneros y luego las adaptaron para sí los pastores en los siglos anteriormente citados. Es decir, serían unas piezas relativamente modernas.
Al margen de todo ello, en torno a su fabricación y cuidado existía una gran liturgia entre los pastores. Y, en las conversaciones con ellos, cada uno parecía atesorar el gran secreto que no quería compartir con los demás.
Por mi parte, tuve la suerte de entrevistar al último y quizá más afamado de los fabricantes de taloaskas, José Arteta Lili, semanas antes de su fallecimiento. Él hacía las taloaskas de pastor siguiendo las pautas de su padre, que también las fabricaba.
Siempre se fabricaban de madera de haya y, decía José, lo más importante es que fuese de haya trasmocha pues tenían la madera «más ciega». Cómo no, había que cortarla en el menguante lunar y en invierno. Antes de que se secase, el tronco elegido se abría en ocho porciones, valiéndose de unas cuñas. Y se le eliminaba la parte del corazón del tronco, porque la parte exterior, la más cercana a la piel era más recia.
Ayudado de un hacha, se daba forma a la pieza y se vaciaba con un formón. Siempre haciendo primero la parte interior y después ajustando el exterior. Pero el gran miedo de todo fabricante y pastor era que la madera se abriese, se agrietase, algo muy común. Por ello Arteta siempre guardaba en el lugar más fresco posible la madera, cubierta, para que se secase lo más lentamente posible. También, durante el proceso de fabricación, la introducían en sacos de cebada para ralentizar el secado.
Tengo asimismo recogido de otros pastores la costumbre de untarla continuamente con sebo para su mantenimiento. El humo de las chabolas les daba el último toque de color que, se cree, también las protegía.
Para finalizar, me considero afortunado por haber amasado talo en una taloaska en aquellas humeantes chabolas de Gorbeia o haber compartido unas alubias en ellas con algún que otro pastor. No era muy higiénico, pero puedo certificar que era la sensación más sublime del mundo.
Felix Mugurutza – Investigador