Yo nací en un entorno rural y viví toda mi infancia en una casa de labranza (lo que ahora muchos llaman caserío), integrado en una sociedad agraria y con una estructura familiar típica formada por la generación de los abuelos, la de los padres y la de los críos. Los padres pasaban el día trabajando con el ganado, así que a menudo los principales cuidados los recibíamos de los abuelos. De ellos aprendimos a atender a los animales menudos, a realizar las labores sencillas de la huerta, a fabricar útiles para nuestros juegos, a rezar, a cantar, a jugar a las cartas, y además nos hicieron partícipes de entretenimientos entre los cuales destacaba escuchar sus historias y los cuentos maravillosos que nos relataban.
Han pasado varias décadas desde entonces y la sociedad rural tradicional se ha ido diluyendo como azúcar en el café de la modernidad. Una concepción urbana de la existencia ha extendido sus tentáculos hasta llegar a las áreas más alejadas de ese mundo que fue rural. Los modos de vida han cambiado, los padres están aún más atareados que antes, las casas han reducido su superficie, las familias ya no son extensas y los abuelos, aunque siguen siendo importantes, ya no cumplen las mismas funciones que antaño.
Ahora trabajo en una institución entre cuyas funciones tiene la de preparar materiales didácticos para que los niños en edad escolar aprendan diferentes rasgos de su cultura tradicional, como los que tienen que ver con aspectos etnográficos y lingüísticos. Mis compañeras de trabajo toman una cámara de vídeo y recorren los ‘viejos’ caseríos, totalmente remodelados, grabando las historias de los abuelos. Después, ya en el trabajo, elaboran esos materiales y los adaptan a los contenidos escolares. Más adelante, la generación de los nietos de los informantes, en los centros escolares, aprende su cultura gracias a esos materiales así confeccionados y a través de los más recientes medios audiovisuales e informáticos. También realizan talleres para niños muy pequeños en los que les transmiten indirectamente esos conocimientos.
Esta es una labor muy importante, un intento por que no se pierdan definitivamente todos esos saberes tradicionales, una especie de escollera ante la marejada del progreso y un modo de unir dos generaciones que cada vez están más distanciadas dentro de los parámetros actuales, ya que la misma tecnología que acerca los espacios geográficos hasta hacerlos contiguos, elonga el tiempo que separa las generaciones abriendo una profunda brecha.
Sin embargo, la mayor parte de los niños del mundo no viven en sociedades tan modernas como la nuestra y siguen escuchando atentamente las historias que les cuentan sus abuelos. No podemos mirar con condescendencia a esas otras culturas, debemos reflexionar sobre nosotros mismos y sobre la resaca social y tecnológica que nos arrastra, ya que aunque el relato que reciben los niños es el mismo, el medio es radicalmente diferente y las consecuencias también.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa