Luis Manuel Peña. Archivo Fotográfico Labayru Fundazioa.
Un ‘consumidor’ entra una mañana en una zapatería y compra un par de zapatos. Pero no sabemos si por coquetería o por una arcana razón psicológica, se los lleva un par de números más pequeños de lo que necesita. Al cabo de dos o tres días de usarlos obviamente le duelen los pies y se toma unos analgésicos. Pero continúa vistiéndolos. Pocos días más tarde se le hacen rozaduras que tiene que curar con antisépticos y tiritas, aún así sigue calzando sus zapatos nuevos. Un tiempo después las heridas empeoran y se ve obligado a acudir al médico. Se le han infectado y le receta antibióticos. Cuando concluye el tratamiento el estado de los pies se ha agravado. Acude al podólogo, mas no mejora. Las heridas corren peligro de gangrenarse y un cirujano decide que es mejor amputar. El afectado pasa después por un proceso de rehabilitación; le diseñan unas prótesis y especialistas en la materia consiguen que vuelva a caminar, no sin dificultad. Al final interviene un equipo científico que le coloca unos pies biónicos interconectados con su sistema nervioso que, además gracias a la inteligencia artificial, posibilitan que se mueva con total naturalidad.
Esta es la maravillosa tecnología, ubicua hoy día en nuestras vidas, que permite que nuestro discurrir diario sea más ‘cómodo’. El propio avance técnico genera problemas que se resuelven con más innovaciones y quienes se hallan inmersos dentro del ‘mito del progreso’, que diría John N. Gray, se sienten confortados por la certeza de que antes o después todo se irá resolviendo. El problema es que la tecnología y el desarrollo que conlleva, no tienen por qué seguir unos criterios mínimos de sentido común. Lo más sensato habría sido regresar a la zapatería y cambiar los zapatos por unos más grandes. Pero la sensatez no mueve dinero. En la escalada de complicaciones que experimenta esta persona por no actuar así, intervienen un buen puñado de especialistas y se hace necesario aplicar remedios cada vez más sofisticados tecnológicamente y por ello más caros, en definitiva: se genera negocio.
Los que nos dedicamos a la etnografía, quizá por el hecho de que continuamente estamos comparando conocimientos y técnicas del pasado con los actuales y además lo hacemos con ojo crítico, nos percatamos a menudo de cuán disparatadas son algunas de las aportaciones que nos ofrece el mundo ‘moderno’. Porque que una técnica haya sido arrumbada con el paso del tiempo no quiere decir que fuese inútil o poco eficiente.
Recientemente he escuchado que para evitar la contribución de las ovejas al cambio climático debido a que tienen la necesidad de eructar metano, como cualquier rumiante, van a seleccionar genéticamente animales que generen menos gases y les van a cambiar la composición de los piensos empleados en su alimentación. Lo cierto es que apenas se escucha crítica alguna a la importante contribución en gases de efecto invernadero que tiene la mastodóntica agricultura industrializada, que se dedica a la producción de la soja transgénica que forma parte de la mayoría de los piensos que se comercializan. Con lo fácil que es soltar las ovejas al prado para que hagan lo que siempre han hecho: pacer hierba.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa