Podemos estimar que cualquier acto que sirva de diversión, o en el que se den cita otros componentes, ya sean lúdicos, emotivos, etc., y que se realice en/con público es un espectáculo. Si, además, matizamos que es folklórico, damos cabida a una nada desdeñable lista de celebraciones que sirven de estímulo a los congregados.
La global, no obstante, nos empuja a trasladarnos a lo específico. Por lo tanto, se hace obligatorio el categorizar por tipología, intentando administrar correctamente la visión personal, aunque subjetiva del firmante, y la participación colectiva, activa y pasiva, existente en el evento.
Un ejemplo aparentemente claro de lo que se conoce como “espectáculo folklórico” es un festival de danza vasca con uno o varios grupos de danza, o un alarde, es decir varios colectivos ejecutando las mismas danzas. Sin duda que, a lo largo de los últimos años, han ido variando tanto la presentación, como el propósito y el tipo de público asistente. Es más, me atrevería a decir que, de servir como atracción fija, incluido el relleno en las fiestas patronales o de barrio, han pasado a ser ejercicio audiovisual residual. Quizá sea por la hora, quizá por el día, o quizá por el lugar en el que se realizan que, prácticamente, solo reúnen a su alrededor a familiares y amistades de los participantes.
También encontramos otros elementos con desigual atractivo: desde una exhibición de deporte rural o una competición de “baile al suelto”, hasta los festejos de los centros regionales, un concierto de música folk, o todo tipo de actividades incrustadas en las denominadas “fiestas nuevas”, como pueden ser las relacionadas con la defensa del euskera (Korrika, Ibilaldia, Nafarroa oinez…), entre otros.
Casi podemos asegurar que cada representación tiene su propio público; uno determinado. Cuestión esta que, históricamente, deviene de un pasado, tan próximo como lejano, en el que la participación popular vecinal era mayoritaria.
Ciertos rituales y tradiciones, bien de corte minoritario, bien con asistencia masiva, se han ido convirtiendo en actos con mayor o menor grado de expectación. Esto hace que el participante pasivo, léase el público, adquiera carta de naturaleza, porque el activo, curiosamente, necesita del primero, sino a quién se lo transmite, ante quién lo presenta o, entre otros aspectos, con quién se relaciona audiovisualmente. Dicho lo cual, esto nos conduce a preguntarnos ¿qué ritual se convierte en espectáculo?, ¿cuándo una tradición pasa a ser espectáculo?, ¿pueden coexistir rito y espectáculo a la vez?, o ¿qué importancia tiene su existencia de cara al futuro?
Resumiendo, cada espectáculo llama a una categoría de edad diferente, dejando lo “folklórico” a un sector muy concreto de la población. El que, supuestamente, defiende las raíces, pero sin apercibirse de que la representación va modificándose con el paso del tiempo, igual que cambia “el” que está al otro lado del escenario, es decir al que va dirigido, el sentido de pertenencia patrimonial y, por supuesto, la necesidad de su existencia.
Emilio Xabier Dueñas – Folklorista y etnógrafo