Según se ha recogido en las investigaciones de campo, en tiempos pasados fue común que participantes relevantes en el cortejo fúnebre, tanto familiares del difunto como vecinos, portaran pan y luz. Estas ofrendas singulares se depositaban en la sepultura simbólica de la casa mortuoria dentro de la iglesia. Dicha tradición se conservó en muchos lugares hasta los años 1960.
En las comitivas fúnebres de Álava, Bizkaia, Gipuzkoa y buena parte de Zuberoa estuvo arraigada la figura de una mujer, o varias, que en un cestillo llevaba la ofrenda de pan. En algunas localidades marchaba por delante de incluso la cruz parroquial, como da a entender la denominación aurrogia que recibían tanto el pan como su portadora, en otras caminaba junto al muerto o inmediatamente detrás de él. En Amurrio (Álava) encabezando el cortejo iban dos mozas del pueblo vestidas de luto riguroso portando sobre la cabeza sendos cestos, alargados y cubiertos con telas negras, con los panes de la ofrenda.
La ofrenda de pan fue sustituyéndose por la de luz en forma de velas, cirios y cerillas. En Bedia (Bizkaia) encabezaba la procesión fúnebre una mujer con una cesta en la cabeza que contenía un pan y cuatro velas pequeñas. La cerraba otra mujer portando también una cesta sobre su cabeza con dos panes de cuatro libras. En Amezketa (Gipuzkoa) solía ser una mujer soltera o una vecina allegada a la familia del finado quien, situada tras el ataúd, portaba en un cestillo un atado de cerilla (ezko bildua) y otras dos cerillas enrolladas en madera (argizaiolak), además de pan. En Lekaroz (Navarra) la primera vecina (barridea) llevaba la cesta de la cera en el cortejo y todas las mujeres asistentes al sepelio aportaban su cerilla para alumbrar la fuesa de la familia del difunto.
En la Baja Navarra y en Zuberoa fue costumbre que la vecina más próxima a la casa mortuoria portara en un cestillo la cera (ezkoa). Ocupaba un lugar destacado entre las mujeres durante la conducción del cadáver a la iglesia. Por ser portadora de la luz y estar generalmente encargada de su cuidado durante las exequias se la conocía con el nombre de ezko-anderea o argizaina.
Existió antiguamente una creencia según la cual el alma del difunto se alimentaba de las obladas (olatak) que se depositaban en la sepultura doméstica. En Aretxabaleta (Gipuzkoa) decían que después de expuesto el pan pesaba menos que antes. En Liginaga (Zuberoa) y también en Bermeo (Bizkaia) se creía que el pan ofrendado proporcionaba alimento al alma en cuyo sufragio se hacían las exequias.
Asimismo, se creía que la cera que ardía en la sepultura de la iglesia servía para iluminar (argi egiteko) el camino que debía recorrer el alma tras la muerte. El encendido de las luces se prolongaba durante el duelo y se reactivaba cuando menos los días festivos. Así, en Hazparne (Lapurdi), si por la razón que fuera ninguna de las mujeres de la casa que estaba de luto podía acudir a misa a prender la cerilla, se encargaba de ello la mujer que asistía en los servicios religiosos del templo (andere serora), porque mantener aquella llama encendida era señal de que el muerto no había sido olvidado.
Con el tiempo, y a raíz de la supresión de las sepulturas familiares dentro de la iglesia, el pan y la luz fueron reemplazados con ofrendas de coronas y ramos de flores.
Jaione Bilbao – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
(Adaptado del tomo del Atlas Etnográfico de Vasconia dedicado a Ritos Funerarios)