A pesar de no ser un aspecto prioritario en mis estudios, no por ello deja de apasionarme el amplio campo que abarca el tema de la muerte del ser humano. En este caso concreto en lo referido a las diferentes formas de expresión del culto hacia los fallecidos: una vida que culmina en un supuesto más allá.
Como vizcaíno, pocos cementerios he podido ver adosados a iglesias o ermitas en mi territorio. Por eso recuerdo con cierta ilusión, cómo la primera vez que visité uno en Lapurdi (con características coincidentes a los de Nafarroa Beherea y Zuberoa), me sorprendieron la limpieza y cuidado del entorno, la ornamentación, los souvenirs o las estelas.
El todo en uno que forman iglesia y cementerio provocan, al menos en mi caso, la admiración de quien tiene ante su vista un patrimonio vivo de incalculable valor; curiosamente es un lugar de recogimiento, silencio y donde, generalmente, solo están los que ‘ya no están’.
Vivo porque es visible y palpable. Vivo porque, generalmente, su uso es actual. Vivo porque continuamente es renovado en su aspecto floral, aunque también hay excepciones. Vivo porque sirve para el culto particular y, en momentos determinados, como el Día de Todos los Santos, los feligreses con el acompañamiento del sacerdote lo visitan. Vivo porque también forma parte de otras celebraciones, entre las que podemos destacar la festividad del Corpus Christi, aquí conocido por Besta berri o Pesta berri (Fête-Dieu): cada año el cortejo procesional, al que acompañan las melodías interpretadas por una charanga, mientras los oilarrak danzan sin levantar los pies del suelo y dos banderas son ondeadas al aire, sale de la iglesia pasando o circundando el cementerio en su recorrido hacia la plaza.
Y qué podemos encontrar en estos cementerios. Pues, de entrada, tumbas de personas que en otro tiempo tuvieron su fama: desde el cantante Luis Mariano (González), pasando por Agnès Souret (la primera miss Francia), hasta el koblakari, txülülari y autor de una decena de Pastorales (Pastoralak) Etxahun Iruri, entre otros muchos. Sin embargo, como es de suponer, la gran mayoría se corresponde con gente fallecida pero no menos popular para sus vecinos en su momento.
Pero, si por algo coincidente se caracterizan estos cementerios que, en muchas ocasiones, rodean completamente el templo, además de las cruces de hierro o las pintadas y las grandes losas de las sepulturas del pórtico, es por la acumulación de estelas tabulares y, sobre todo, de estelas discoideas o discoidales. Estelas que van desde el siglo XVI hasta el XXI, con relieves de figuras humanas, objetos o herramientas de oficios, dibujos astrales o geométricos y las iniciales JHS (al parecer, Jesús salvador de los hombres).
Al margen de la antigüedad de todo el conjunto, o por separado, yo resaltaría: el silencio que habita en estos pequeños cementerios y sus iglesias; la cadencia de apellidos en inscripciones de tumbas, panteones y como homenaje a los muertos en las dos guerras mundiales; o las recopilaciones de cruces y estelas en lugares apartados como la cima de un monte o un espacio cerrado con cristaleras.
Simbología manifiesta en la piedra y en el sentimiento popular. En la labor de los canteros que dejaron su impronta pero también en el grado testimonial que infunde la muerte después de la vida.
Emilio Xabier Dueñas – Folklorista y etnógrafo