El 29 de septiembre es una fecha bien marcada en el calendario vasco, ya que en ese día se honra a San Miguel, nuestro patrón, el más conocido y aguerrido de los arcángeles del orbe celestial.
Pero, a su vez, la fecha era conocida por sus efectos prácticos, ya que era el hito que delimita el final del año agrícola en la cultura popular. Dicho de otra manera y retrotrayéndonos más en el tiempo, es la festividad cristianizada, correspondiente al equinoccio astronómico que delimita el verano y el otoño.
Por ello ese día era en muchos lugares el punto de partida que permitía comenzar a recoger hojarasca o helechos en los montes comunales, el de entrada de los rebaños en los pastos de invierno, el del inicio de las labores preparatorias de ferrerías o neveras, la renovación de contratos de arrendamientos de molinos, tabernas o viviendas. O, entre otras curiosidades más, el de la renovación de los cargos públicos de los pueblos.
Así se hacía también en el Valle de Llodio, a caballo entre Álava y Bizkaia, donde se elegían dos alcaldes cuyo mandato iba a durar hasta el día de San Miguel siguiente.
Para ello se convocaba a la vecindad llamando «desde los oteros» y tañendo las campanas. Las juntas se celebraban en el atrio de la iglesia, un lugar conocido como Batzalarrin [batzar + larrin] en la «ante iglesia», precisamente sobre la necrópolis, el cementerio de los difuntos, poniendo a los antepasados como garantes de que allí se harían las cosas con el mayor rigor y respeto.
Y es que por aquel entonces, nuestros cementerios eran el entorno civil más emblemático del pueblo, el lugar de encuentro y convivencia entre vivos y muertos. Son simultáneamente enclaves funerarios, de actividades mercantiles, de ocio o de carácter social. De ahí que con el paso del tiempo se porticasen esos espacios de uso social.
Las juntas municipales y elección de los cargos de Llodio se hacían en torno a un gran y solemne árbol que crecía en Batzalarrin. Posteriormente, bajo él se dispuso una mesa de piedra de sillería para dar más relevancia al lugar. Esas mesas eran conocidas como “pielarri”, es decir fiel + harri, ‘la [mesa de] piedra del fiel’.
En aquella ambientación tan novelesca se elegían cada 29 de septiembre los dos alcaldes que iban a regir el gobierno local, así como otros cargos. Para la elección se usaba un recipiente de cobre en el que se introducían una especie de cascabeles que guardaban escritas en papel las dos candidaturas de las fuerzas políticas de la época: o se era del linaje local de los Ugarte, “gamboíno” o se era de los de Anuntzibai, “oñacino”. A suertes, la mano inocente de un niño extraía la candidatura ganadora. Los cargos elegidos (alcalde y juez ordinario, dos regidores, procurador general, alcalde de hermandad y dos fieles) eran posteriormente validados con el juramento [zin + egotzi: echar juramento, ‘concejal’] hecho en aquel lugar, frente a aquellos mismos antepasados difuntos, el día de Todos los Santos, 1 de noviembre.
Hoy nada queda de aquellas reuniones celebradas «en el lugar de costumbre» y «…explicándolas en la lengua vulgar vascongada…». Ni del árbol ni de la mesa de piedra. Ni tan siquiera su recuerdo. A partir de 1841, con la desaparición general de las funciones del antiguo sistema de organización local, desaparecerán para siempre concejos, hermandades, anteiglesias o las mismas cuadrillas históricas en que se subdividía Llodio: Olarte, Larrea, Goienuri y Larrazabal.
Así, 182 años después, luchamos por recuperar aquella memoria perdida o quizá arrebatada. Nada mejor para ello que el día 29 de septiembre, san Miguel, para perder un minuto bajo el pórtico de Batzalarrin. O, dejando volar libre la imaginación, en cualquier otro municipio vasco que queramos. Y allí estarán los difuntos, una vez más, dando cuenta de todo ello.
Felix Mugurutza