Como bien sabemos, la emigración vasca a la costa Oeste de los Estados Unidos a finales del siglo XIX y durante buena parte del siglo XX fue sumamente importante. Hombres, mujeres, jóvenes, familias enteras… acudieron al efecto llamada de los que ya habían viajado anteriormente, gracias a la información que les llegaba a través de ellos, permitiéndoles, con el viaje, buscar un nuevo futuro mucho más próspero e ilusionante. Entre los que llegaron y se asentaron en Norteamérica provenientes de nuestra tierra, el grupo más numeroso estuvo formado por los que trabajaron como pastores.
Los pastores vascos, alejados de sus familias y pueblos de origen, tenían que recorrer grandes distancias para que sus ovejas pastasen plácidamente en las extensas praderas. Los días pasaban muy despacio, y mientras permanecían vigilantes, para que el rebaño se alimentara convenientemente, grababan sus nombres, pensamientos y fantasías en la corteza de los árboles. La mayoría escribía su nombre y la fecha, pero también los había más atrevidos que grababan textos o dibujos sobre otros temas como sus creencias políticas o religiosas, la patria vasca, o el anhelo profundo del deseo de una mujer.
Aunque se pudiera pensar que los pastores desempeñaban esta actividad plástica, únicamente, para su propio entretenimiento, sus grabados tuvieron también la función práctica de transmitir a sus compatriotas información sobre los lugares apropiados para el pastoreo. Cuando uno de ellos encontraba inscripciones de otros pastores que habían estado anteriormente en el lugar y habían tenido tiempo de materializar sus grabaciones en los distintos álamos, era señal de que estaba en el lugar acertado, sabía que esa era una buena zona para apacentar a su rebaño. Además, encontrarse con estas grabaciones les reconfortaba y les hacía sentir partícipes de una cultura o legado propios, incitándoles a sumar su propia inscripción a las ya existentes.
Todo lo que se necesitaba para la talla era un simple cuchillo o una navaja. Mediante una pequeña incisión apenas visible en el tronco del árbol elegido se daba forma a las palabras o imágenes que se quería grabar. La ranura tardaba hasta dos o tres años en poder ser apreciada, por lo que su autor tenía que dejar que la naturaleza llevara a cabo su labor. Se podría decir que el pastor tallaba ‘a ciegas’ y sin saber en qué se transformaría aquello que estaba plasmando en la piel del álamo, pues era el propio árbol el que empezaría a trabajar, por su parte, en la incisión, en cuanto esta estuviera finalizada. El proceso de curación de la herida producida oscurecía progresivamente las marcas que se destacaban cada vez más sobre la madera clara del álamo según pasaba el tiempo. Un grabador experto sabía cómo escoger el árbol idóneo y la herramienta más adecuada para practicar una incisión muy fina y con la profundidad exacta para lograr que surgiera la cicatriz perfecta. Resulta sorprendente la belleza de muchos grabados realizados por pastores vascos, que provenientes del mundo rural, no tenían formación grafica ni artística para ello.
Estas formas de expresión vital y, al mismo tiempo, popular responden a la necesidad que tenían, aquellos hombres, de exteriorizar sus sentimientos y dejar huella en el único medio posible del que disponían: la naturaleza. Son manifestaciones gráficas y escritas de personas humildes, con mensajes personales hondos y sinceros, concentrados en los bosques del oeste norteamericano y que reflejan toda una realidad del pasado migratorio de los vascos.
Al día de hoy muchas de ellas aún perduran en el mismo lugar en el que se crearon y sin que hayan sufrido ningún tipo de alteración, pero, lamentablemente, no se pueden preservar cara al futuro y su permanencia libra una dura lucha contra el reloj. Fueron grabadas en madera viva y, por ello, su vida está unida a la del árbol que les sirve de soporte. El propio curso de la naturaleza está provocando su desaparición, dando testimonio también, quizás, de forma simbólica, del fin de la presencia de los pastores vascos en las praderas del oeste de los Estados Unidos.
Zuriñe Goitia – Antropóloga