El objeto de la fotografía es bien conocido por todos. Pero este es especial porque es el primero que se coloca en el Valle de Carranza (Bizkaia), donde yo vivo, una tierra que ha sido eminentemente rural. Forma parte de lo que se denomina ‘mobiliario urbano’. Las farolas nos las instalaron hace pocas décadas, para alegría de los murciélagos que vieron cómo se concentraba revoloteando su ración nocturna en torno a ellas, después trazaron algunas aceras y en la parte central y más baja del Valle, allí donde no reinan las vacas, pintaron unos cuantos ‘pasos de cebra’.
La instalación de este semáforo me ha dado que pensar, porque a lo largo de estos últimos años se ha producido un creciente proceso de urbanización y no por el empeño que pone nuestra sociedad en cubrir la tierra con una costra dura de hormigón, sino porque el urbanismo también se extiende en las mentalidades transformándolas y uniformizándolas.
Quienes nos dedicamos a la etnografía y formamos parte de la escuela creada por José Miguel de Barandiaran, somos conscientes de que en nuestras investigaciones ha prevalecido lo rural sobre lo urbano. Los antropólogos críticos con la labor de este investigador centran a veces sus objeciones precisamente en la ausencia de la ciudad en sus estudios. Lo cierto es que la población mundial se concentra cada vez en mayor grado en ciudades, que por ello crecen sin freno. Es un proceso que desde la mentalidad rural resulta incomprensible.
Una autocrítica que me gustaría realizar es la incapacidad que tenemos quienes hemos nacido y vivimos en el mundo rural de reflexionar conjuntamente sobre lo bueno que tiene esta vida y ver de qué carencias adolece. Podríamos entonces adoptar lo positivo que nos puede aportar la ciudad, conservando nuestros valores. Pero mucho me temo que no está ocurriendo esto: a menudo adquirimos vicios urbanos a la vez que se diluye nuestra idiosincrasia. Y todo ello mientras contemplamos la hemorragia humana con la que se desangran nuestros pueblos. Si quienes vivimos en el campo no llevamos a cabo esta reflexión, van a ser los puntos de vista urbanos los que se impongan a todos. Esto es más que evidente en el desencuentro que se está produciendo en la forma de entender la relación con los animales. Al final nuestra cultura quedará arrumbada en los museos etnográficos y en unos cuantos textos antropológicos.
Quienes tienen un conocimiento nítido de la vida rural son las personas de más edad pero a menudo no son capaces de formular su pensamiento de un modo descriptivo sino mediante comentarios que pueden parecer anecdóticos pero que debidamente analizados desvelan su atinada visión. Hace un tiempo acompañé a una mujer mayor de un caserío al médico. Decir que bastantes de la generación de mis padres —y no digamos en tiempos pasados de la de mis abuelos—, solo pisan la ciudad para ir a médicos especialistas. Estábamos parados ante un semáforo y me dijo: “Qué obediente es esta gente, nosotros tenemos que poner alambre de espino o un pastor eléctrico para que el ganado no cruce, aquí el hombrecillo se pone rojo y todos se paran”.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa