Vivo en una frontera política, en la zona más occidental de las Encartaciones de Bizkaia, el Valle de Carranza, en un territorio que como una cuña se incrusta entre Cantabria y la Castilla de las Merindades. La última tierra vasca iluminada por el Sol poniente y la primera en mojarse cuando llegan borrascas. Posee una fuerte identidad, quizá nacida de su considerable extensión entreverada con un secular aislamiento.
Los territorios fronterizos suelen ser especialmente ricos desde el punto de vista cultural. Son a la cultura lo que los ecotonos a la diversidad biológica; allí donde confluyen dos ecosistemas diferentes, esa franja de conexión, el ecotono, presenta abundancia de especies al sumarse a las propias las de las dos comunidades ecológicas colindantes.
Cuando alguien me cuestiona este asunto suelo responder irónicamente con el siguiente ejemplo: El rasgo más conocido del Valle es su carácter ganadero, sobre todo de vacuno de leche. Tradicionalmente hemos llamado a las crías de las vacas becerras o becerros, pero la gente mayor conocía y a veces utilizaba la versión vasca de chala y en el caso de los machos curiosamente la de chalo; y también las cántabras de jata y jato. Ahora, sin embargo, se ha impuesto el estándar castellano de ternera y ternero y se va arrinconando la riqueza anterior.
Lejos de dedicarnos a estudiar nuestros caracteres culturales en los que además concurren otros de origen euskaldun y cántabro, en las últimas décadas se vive una especie de mala conciencia consistente en tratar de repudiar todo lo que parezca montañés y asumir como propio lo considerado vasco aunque provenga del otro extremo de Euskal Herria. El ejemplo más hiriente es el abandono de una joya cultural como el canto de las Marzas, que tenía lugar cada primero de marzo. Se trata de una peculiaridad que define a todos los carranzanos que superan la cincuentena y que sin embargo ha desaparecido entre otras variadas y complejas razones porque suena a cántabra.
La incorporación de elementos culturales diferentes me parece enriquecedora ya que supone sumar nuevos rasgos a nuestro acervo, pero me entristece observar que no está ocurriendo así ya que se lleva a cabo a la vez que se renuncia a las características que nos definen.
Ahora que todos se empeñan en recuperar fiestas arrumbadas o se crean otras nuevas, nosotros desistimos de nuestras tradiciones: las Marzas, las Pascuas, alguna versión romance de Santa Águeda… Me pregunto si esta actitud que mantenemos nace de considerarnos vascos de categoría inferior y para evitarlo adoptamos manifestaciones de una cultura estereotipada, lo cual supone negar precisamente la enorme riqueza etnográfica de Euskal Herria.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Para más información sobre las Marzas puede consultarse un apunte anterior de Miguel Sabino Díaz.