Los aficionados a los textos que versan sobre prácticas agrícolas antiguas pueden observar a veces grabados en los que una persona provista de un palo afilado en uno de sus extremos horada la tierra de modo que en cada hueco formado deposita una o varias semillas. En documentales que muestran culturas recientes en las que aún perduran estas formas tan antiguas de agricultura podemos apreciar esta misma técnica a menudo llevada a cabo en espacios ganados al bosque, o más bien a la selva, mediante el sistema de tala y quema, en que se corta la vegetación espontánea, se le da fuego y esas cenizas sirven como fertilizante para los cultivos que crecerán. Por cierto, uno de los nombres que recibe este palo plantador es el de coa.
De entonces acá la agricultura ha cambiado muchísimo, entendido ese entonces tanto como un alejamiento en el tiempo como en la distancia desde la que contemplamos a las culturas que hace mucho algún occidental optimista decidió bautizar como “primitivas”. El arado supuso una revolución ya que aumentó la productividad; la tracción mecánica incrementó la superficie que podía ser trabajada; los fertilizantes de síntesis volvieron a disparar la productividad; en los modernos invernaderos, la versión industrializada de la actividad agrícola, ya no es necesaria ni siquiera la tierra, basta un sustrato inerte que aloje las raíces de las plantas, es más, ahora ni siquiera es necesario el sustrato, tal es el caso de la hidroponía o la aeroponía. Toda esta complejidad tecnológica se justifica —argumentan sus defensores— para garantizar el suministro de alimentos a una población con un crecimiento demográfico imparable.
Tal y como podemos comprobar en el último tomo del Atlas Etnográfico de Vasconia sobre agricultura, en nuestro territorio aún encontramos una importante agricultura familiar, aunque sea con la pretensión del autoabastecimiento, que si bien ha incorporado variados avances tecnológicos no ha dado la espalda a la tierra. Con mirada etnográfica hemos ido recogiendo esos conocimientos, habitualmente a nuestros mayores, en un intento porque no se pierdan.
Y en esta labor de recopilación se producen en ocasiones sorpresas. Hace unos años el tiempo atmosférico resultó tan adverso que las continuas precipitaciones impedían preparar adecuadamente siquiera un pedazo de tierra de la huerta. Mi madre tenía necesidad de poner unas cebollas, así que aprovechando un periodo en que cesó de llover observé cómo afilaba un palo de avellano y con él y unos manojos de cebollas se fue a la huerta. Fue horadando la tierra con el palo aguzado y en cada hueco introdujo una plantita con el cuidado de que sus raíces quedasen bien orientadas hacia abajo; después presionó con los dedos la tierra que rodeaba el tallo y así fue como plantó todas. Me dijo que de siempre se había hecho de ese modo cuando el mal tiempo dificultaba las labores habituales de preparación de la tierra y si las plantas de cebolla ya estaban algo crecidas, no había más que incrementar el diámetro del palo.
Luis Manuel Peña – Departamento de Etnografía – Labayru Fundazioa
Para más información puede consultarse el tomo dedicado a Agricultura del Atlas Etnográfico de Vasconia.